A la reacción del catolicismo romano a la reforma protestante suele llamarse Contrarreforma Católica; sin embargo, lo cierto es que, antes de que Lutero clavara sus 95 tesis el 31 de octubre de 1517 en la puerta de la Iglesia del Castillo en Wittemberg, en España había comenzado a soplar vientos reformadores durante el reinado de Isabel la católica.
Lamentablemente, el foco de atención de este movimiento reformador fue mayormente moral, dejando de lado la corrupción doctrinal en la que la Iglesia de Roma se sumergió durante la Edad Media. Para colmo de males, al surgir la reforma en Alemania, en vez de ir a la Biblia para examinar sus fundamentos, la Iglesia católica reaccionó fortaleciendo aún más las doctrinas distintivas que la diferenciaban del protestantismo.
En esta lección, veremos en qué consistió esta reacción católica a la que llamamos Contrarreforma, comenzando unos años antes de Lutero, durante el reinado de Isabel de Castilla, cuya descendencia jugaría un papel tan importante durante la Reforma.
La reforma católica
En una clase anterior vimos todas las peripecias que tuvo que pasar Isabel para llegar a ser reina de Castilla. Una vez en el trono, la reina se dedicó de lleno a la reforma del clero, que se encontraba en una situación muy lamentable. El alto clero estaba más envuelto en la guerra y en hacer fortuna que en pastorear las almas. Y en el bajo clero la situación no era mejor. La mayoría de los sacerdotes eran ignorantes y estaban sumidos en la pobreza; el celibato tampoco era practicado, de manera que muchos obispos tenían hijos bastardos y algunos curas vivían públicamente con sus concubinas.
Para llevar a cabo el proceso de reforma, los Reyes Católicos pidieron al Papa el derecho de nombrar los oficiales de la Iglesia, petición que les fue concedida. Para Fernando, esta era una medida política “pues la corona no podía ser fuerte en tanto no contase con el apoyo y la lealtad de los prelados.” Para Isabel, aunque estaba de acuerdo con su esposo en este punto, veía la medida como necesaria para reformar la Iglesia dentro de sus dominios.
Uno de los nombramientos más importantes que hizo Isabel fue el de Francisco Jiménez de Cisneros como arzobispo de Toledo. Cisneros encajaba perfectamente en el proyecto reformador de la reina, por cuanto combinaba la erudición de un humanista con la austeridad de un franciscano. Este llegó a ser uno de los consejeros de más confianza de la reina Isabel. Ambos se dedicaron de lleno en la reforma de los conventos y monasterios, haciéndoles respetar las reglas de su orden.
De igual modo, fomentaron el estudio. La reina misma era una erudita y a ella le debe España “el haber echado las bases del Siglo de Oro.” En cuanto a Cisneros, sus dos contribuciones más importantes en ese sentido fueron la Universidad de Alcalá (donde estudiaron hombres de la talla de Miguel de Cervantes, Ignacio de Loyola y Juan de Valdés) y la Biblia políglota Complutense. Este nombre se deriva de la forma latina de Alcalá, Complutum, donde fue preparada esta obra que contaba con seis volúmenes: los primeros cuatro comprendiendo el Antiguo Testamento – en tres columnas paralelas con el texto hebreo en el exterior, luego el texto de la Vulgata en el medio y en el interior el de la Septuaginta; el quinto volumen contiene el Nuevo en dos líneas paralelas conteniendo el texto griego y la Vulgata; y el sexto volumen contiene una gramática hebrea, caldea y griega.
La reina Isabel, que murió en 1504, no pudo disfrutar de ninguno de estos logros ya que la Universidad de Alcalá se terminó de construir en 1508, y la políglota Complutense fue publicada oficialmente en 1520.
Sin embargo, a pesar de la erudición y de las ansias reformadoras de Isabel y de Cisneros, ambos sostenían al mismo tiempo posturas muy radicales en cuanto al catolicismo romano. Aún antes de ascender al trono, Isabel había prometido en su juventud a Tomás de Torquemada, uno de los inquisidores más crueles que tendría España, que si llegaba a ser reina, dedicaría su vida a extirpar la herejía para honra de Dios y glorificación de la iglesia Católica.
Para tales fines, la inquisición se instauró en España en 1478, es decir, cuatro años después de la coronación de Isabel con el fin de eliminar todo vestigio de judaísmo, mahometanismo y cualquier tipo de herejía. Aunque la inquisición ya funcionaba en Europa, en España tuvo la característica de estar bajo el poder de la corona y no bajo la supervisión del Papa.
Al surgir la reforma protestante, el proceso de reforma dentro del catolicismo tomó otro rumbo, abiertamente hostil hacia las enseñanzas de los reformadores. Eso radicalizó las posturas dentro de la Iglesia Católica, dejando en mala posición a los humanistas que clamaban por un entendimiento con los protestantes. Entre estos humanistas podemos mencionar a Erasmo de Rótterdam, Gasparo Contarini, Jacobo Sadoleto y Jorge Witzel, los cuales clamaban por un retorno a la sencillez del evangelio y a las condiciones imperantes en la iglesia primitiva. Pero este movimiento reformador no satisfizo ni a católicos ni a protestantes.
“Ambos sentían que los humanistas estaban buscando un modo de evadir los problemas de importancia en lugar de resolverlos. Respecto de la cuestión central sobre la gracia divina y la forma en que ella operaba, había una división básica que no podía ser superada e ignorada. Declaraciones doctrinales ambiguas y concesiones moderadas de los católicos en cuanto al celibato, la misa y la estructura de la Iglesia no podían curar una herida que llegaba hasta el corazón”.
El concilio de Trento
Así las cosas, muchos comenzaron a clamar por la celebración de un concilio universal. Pero los papas de ese período sentían una fuerte aversión hacia los concilios por temor a que resucitara el movimiento conciliar poniendo en juego la autoridad del papado.
Pero la presión llegó un punto tal que, finalmente, el sucesor de Clemente VII, Pablo III (1534-1549) accedió a la petición y el 2 de junio de 1536 convocó un concilio que debía celebrarse al año siguiente en la ciudad de Mantua. Éste concilio no pudo llevarse a cabo debido, entre otras cosas, a las guerras entre Carlos V y Francisco I de Francia. Se hizo otra convocatoria para celebrar el concilio en la ciudad de Vicenza, pero por la misma razón de los conflictos entre Carlos V y Francisco I la asistencia fue mínima y tuvo que ser pospuesto otra vez.
La situación se fue volviendo cada vez más precaria para la Iglesia católica por el avance de la Reforma Protestante, de tal manera que Pablo III, y todos sus sucesores, decidieron responder con medidas de represión, antes que ceder a las voces que clamaban por una reforma católica. Uno de los instrumentos de contraataque fue el Concilio de Trento, convocado en 1545. Este Concilio se llevó a cabo en tres sesiones: la primera, del 1545 al 1549; la segunda, de 1551 a 1552; y la tercera, de 1559 a 1563. Las resoluciones que se tomaron en este concilio marcaron el rumbo del catolicismo romano hasta el día de hoy.
En cuanto a la autoridad de la Escritura, “Trento afirmó una autoridad igual para la Escritura y la tradición, y que ambas sólo podían ser interpretadas por la madre Iglesia.”
En cuanto a la justificación por la fe, Trento enseñó que “la salvación no es una obra completamente divina, si no que requiere la cooperación del hombre con Dios. No hay seguridad de salvación, porque nadie puede saber con certeza de fe… que ha obtenido la gracia de Dios. La gracia salvadora debe venir por medio de los sacramentos administrados por la Iglesia católico romana, porque toda verdadera justificación comienza por medio de los sacramentos, o una vez comenzada, crece por medio de ellos, o cuando se pierden, se recuperan a través de ellos.” He aquí algunas de las declaraciones más importantes del concilio en lo que respecta a la justificación por la fe:
Canon 9: “Si alguno dijere que el impío se justifica por la sola fe, de modo que entienda no requerirse nada más con que coopere a conseguir la gracia de la justificación y que por parte alguna es necesario que se prepare y disponga por el movimiento de su voluntad, sea anatema.”
Canon 11: “Si alguno dijere que los hombres se justifican o por sola imputación de la justicia de Cristo o por la sola remisión de los pecados, excluida la gracia y la caridad que se difunde en sus corazones por el Espíritu Santo y les queda inherente; o también que la gracia, por la que nos justificamos, es sólo el favor de Dios, sea anatema.”
Canon 12: “Si alguno dijere que la fe justificante no es otra cosa que la confianza en la divina misericordia que perdona los pecados por causa de Cristo, o que esa confianza es lo único con que nos justificamos, sea anatema.”
Trento también “reafirmó los siete sacramentos, declarando que cualquiera que niegue alguno de estos sacramentos debe ser ‘anatema’.”
A la luz de estas declaraciones conciliares viene a ser obvio que cualquier intento de reconciliación con el catolicismo romano no podría llevarse a cabo sin echar por tierra algunas doctrinas cardinales del evangelio.
Eso fue tristemente evidenciado en el famoso documento Evangelicals and Catholics Together (ECT), un documento de 26 páginas que fue hecho público en la primavera de 1994 y firmado por representantes católicos y protestantes (entre estos últimos encontramos nombres muy prominentes como los de J. I. Packer, Bill Bright, Os Guinness, Charles Colson, Mark Noll y Pat Robertson). El documento es introducido con estas palabras:
“Somos Protestantes Evangélicos y Católicos Romanos que a través de la oración, el estudio y la discusión hemos sido guiados a convicciones comunes acerca de la fe y misión cristianas… En esta declaración afirmamos lo que hemos descubierto tanto acerca de nuestra unidad como acerca de nuestras diferencias. Estamos conscientes de que nuestra experiencia reflejan las circunstancias y oportunidades distintivas de los Evangélicos y Católicos viviendo juntos en Norteamérica. Al mismo tiempo, creemos que lo que nosotros hemos descubierto y resuelto es pertinente a la relación entre Evangélicos y Católicos en otras partes del mundo. Por lo tanto, recomendamos esta declaración para vuestra consideración en oración”.
Y más adelante añade: “Así como Cristo es uno, la misión cristiana es una. Esa misión única puede y debería ser promovida de diversas formas. Sin embargo, la diversidad legítima no debería ser confundida con las divisiones existentes entre cristianos que oscurecen al Cristo único y obstaculizan la única misión.
Hay una conexión necesaria entre la unidad visible de los cristianos y la misión del Cristo único. Oramos en conjunto por el cumplimiento de la oración de Nuestro Señor: “para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste” (Juan 17)”.
¿Cómo resuelven ellos la diferencia fundamental entre la doctrina protestante de la justificación por la fe y la que fue declarada en Trento por el catolicismo romano? A través de un planteamiento que pueda ser potable para ambos grupos: “Nosotros afirmamos juntos que somos justificados por gracia a través de la fe debido a Cristo. La fe viviente es activa en amor que no es nada menos que el amor de Cristo” (p.5).
Como bien señala R. C. Sproul, esta declaración en nada difiere de lo que la Iglesia Católica ha enseñado siempre sobre la justificación.
“La Iglesia Católica romana siempre ha insistido en que la justificación es por gracia… desde el sínodo de Cartago, en su condenación de la herejía de Pelagio, hasta el Concilio de Trento, Roma ha sido clara en este punto… Lo mismo puede ser dicho de la siguiente afirmación: “somos justificados… a través de la fe”. Una vez más, Roma siempre ha insistido en que la fe es una condición necesaria para la justificación. Lo que ellos históricamente han negado es que ésta sea una condición suficiente…”
En cuanto a la declaración del documento de que “somos justificados… por causa de Cristo”, sigue diciendo Sproul: “Que Cristo es de alguna manera la causa de la justificación no fue motivo de discusión alguna durante la Reforma. Roma nunca enseñó que la justificación fuese sin Cristo o aparte de él… Tampoco considera innecesarios los méritos de Cristo. El punto en discusión era cómo la obra objetiva de redención de Cristo era subjetivamente apropiada por el pecador. Así también fue crucial en la controversia la base objetiva de justificación. Los reformadores insistían en que la justicia de Cristo es la única base de nuestra justificación.
Para Martín Lutero justificación por la fe sola significa que la justificación es por la sola justicia de Cristo, y su justicia es apropiada por la fe sola”.
El replanteo de la justificación por parte de los protestantes que firmaron el ECT pone en juego el corazón mismo del evangelio. Aquí es pertinente recordar la advertencia de Calvino de que la ambigüedad estudiada es el escondite de los herejes.
Ignacio de Loyola y la compañía de Jesús
Ignacio de Loyola nació en el seno de una familia aristocrática española en algún punto entre el 1491 y 1495 (murió en Roma el 31 de Julio de 1556). Aunque su familia era lealmente católica, y uno de sus hermanos era sacerdote, Ignacio fue destinado a la vida militar.
Pero su vida dio un giro dramático al ser gravemente herido en una pierna en 1521, mientras defendía la ciudad de Pamplona contra una invasión francesa. A pesar de que fue sometido a varias operaciones, este incidente lo marcó de por vida. En ese reposo obligatorio, Ignacio trataba de sobrellevar el tedio y la monotonía leyendo libros de devoción. Ocupado en esto, una noche tuvo una visión que él mismo cuenta en su autobiografía escrita en tercera persona:
“Estando una noche despierto, vio claramente una imagen de nuestra Señora con el santo Niño Jesús, con cuya vista por espacio notable recibió consolación muy excesiva, y quedó con tanto asco de toda la vida pasada, y especialmente de cosas de carne, que le parecía habérsele quitado del alma todas las especies que antes tenía en ella pintadas”.
Luego de esa experiencia, hizo una peregrinación a la ermita de Monserrate, al oeste de Barcelona, donde decidió entregarse por entero a la virgen. De allí marchó al pueblo de Manresa para dedicarse a una vida ascética.
Sin embargo, a pesar de sus prácticas religiosas, continuaba experimentando una intensa angustia espiritual por causa de sus tentaciones. Incluso fue tentado muchas veces a suicidarse. Pero finalmente, Ignacio de Loyola afirma haber encontrado la paz de su alma, no como Lutero, al entender la doctrina de la justificación por la fe, sino “por medio de visiones, arrebatos y éxtasis que lo conservaron dentro de la iglesia de su nacimiento y que cimentaron su ardiente lealtad a la misma.”
Luego de pasar un año en su retiro en Manresa, donde comenzó a escribir su famosa obra Ejercicios Espirituales, partió hacia Palestina en peregrinación con la esperanza de convertirse en misionero entre los turcos. Pero los franciscanos, que ya se encontraban allí, no le permitieron llevar a cabo su deseo.
Como hijo obediente de la iglesia, Ignacio decidió regresar a España y prepararse mejor teológicamente. A pesar de que para ese tiempo tenía unos 30 años de edad, se dedicó a los estudios. Estudió en Barcelona, en la recién fundada Universidad de Alcalá, en Salamanca, y en París donde permaneció siete años desde 1528 hasta 1535, y recibió el título de maestro en artes.
Durante su estadía en París un grupo de jóvenes, tanto de estudiantes como de profesores, comenzaron a congregarse en torno a él para ser ayudados a alcanzar una completa dedicación a Cristo, de modo que para 1534 tenía seis seguidores (entre ellos se encontraba Francisco Javier, un jesuita que llegaría a ser considerado uno de los más grandes misioneros católicos). Como una nota al margen, unos meses antes, en noviembre de 1533, fue que ocurrió el incidente que estudiamos en la lección 6 cuando el rector de la Universidad de París, Nicolás Cop, pronunció aquel famoso discurso que lo obligó a salir huyendo de la ciudad junto con Juan Calvino.
En 1535, Ignacio de Loyola se separó del pequeño grupo que ya había jurado “servir a nuestro Señor dejando todas las cosas del mundo”, pues tuvo que regresar a España por un período de tiempo para tratar algunas afecciones de salud. Pero se reunieron de nuevo en 1537 y decidieron dirigirse a Roma para ponerse al servicio del Papa.
Después de muchas demoras, el papa Pablo III accedió a darles el permiso de que se constituyeran en una orden en 1540. Así nació la Sociedad de Jesús, una organización religiosa que funcionaba como un regimiento militar al servicio del Papa.
“La Sociedad de Jesús tuvo un desarrollo extraordinario. A su muerte, sólo 16 años después de la bula que autorizó la institución de la Sociedad, Ignacio la había visto crecer hasta tener mil miembros. Estaban éstos en Italia, Portugal, España y Francia, trabajando en pro de la reforma espiritual y moral en las poblaciones nominalmente católicas romanas. Estaban en Alemania, donde combatían al protestantismo, y en Irlanda, tratando de fortalecer a la Iglesia de Roma.
Afirmaron la espina dorsal del reformista concilio de Trento en su intransigencia hacia los protestantes y en su acatamiento de la dirección papal. Francisco Javier la había implantado en la India, Malaca, las Indias Orientales y el Japón, y había muerto tratando de entrar en China”. De igual manera se dedicaron a la enseñanza. “Procuraron producir un fuerte carácter moral y enseñar al estudiante a pensar independientemente. Por un tiempo los jesuitas fueron los maestros de escuela más progresistas de Europa.” También compiten con los franciscanos en cuanto a la obra misionera. “Sus miembros fueron los agentes principales para repeler los avances del protestantismo y para recobrar algunas áreas, de manera notable Bohemia, Moravia y Polonia, para la Iglesia Católica Romana.”
“Como respuesta al protestantismo, la Sociedad de Jesús fue un arma poderosa. Su organización cuasimilitar, y su obediencia absoluta al papa, le permitían responder rápida y eficientemente a cualquier reto. Además, pronto los jesuitas se distinguieron por sus conocimientos, y muchos de ellos se mostraron dignos contrincantes de los mejores polemistas protestantes”.