Vida Cristiana
Una cosa que mis padres hicieron bien: escuela en casa
Siempre he tenido problemas de salud. Cuando estaba en segundo grado, me puse tan mal que mis padres decidieron sacarme de la escuela formal. Me educaron en casa desde tercer grado hasta que terminé la secundaria.
En aquella época, la educación en casa era casi desconocida en Indonesia. No había instituciones oficiales para la educación fuera del sistema escolar formal, y había pocos materiales y recursos sobre cómo educar tú mismo a tu hijo. Sin embargo, mis padres estaban convencidos de que era crucial para mí dar prioridad a mi salud y dedicar tiempo a aprender la Biblia (Sal 119:9; Pr 22:6).
A pesar de que el futuro parecía sombrío, tomaron esa decisión. Dios les hizo comprender que si confiamos en Él solo cuando las cosas son seguras y damos un paso adelante solo cuando todo está bajo control, nunca le seguiremos (Sal 37:5).
Beneficios de la escuela en casa
Descubrí muy pronto que la escuela en casa tenía sus ventajas. En primer lugar, había muchas menos actividades. Esto significaba menos distracciones. Estoy segura de que todos los adolescentes se han planteado alguna vez preguntas sobre su identidad y su propósito en la vida, pero quizá esas preguntas no se reflexionaban ni se respondían seriamente.
"Si confiamos en Dios solo cuando las cosas son seguras y damos un paso adelante solo cuando todo está bajo control, nunca le seguiremos"
La escuela en casa me daba más tiempo para reflexionar sobre esas grandes preguntas y buscar respuestas: leer libros, reflexionar sobre lo que había leído y escribir lo que pensaba. No había prisas y mis días no estaban repletos de actividades.
Mis padres eligieron ellos mismos mi plan de estudios. Sabían qué libros leía, qué cursos seguía y en qué actividades participaba. Mis padres reflexionaban sobre lo que querían que aprendiera y participaban activamente en lo que estudiaba. Eligieron a propósito planes de estudios en los que había que leer mucho, y yo comentaba con ellos lo que leía.
Me integraron en una comunidad donde me enseñaban doctrina bíblica con otros niños. Parte de la razón por la que decidieron educarme en casa en primer lugar fue que, dado mi estado de salud, no tenía tiempo para aprender sobre Dios o estudiar la Biblia cuando todavía estaba en la escuela formal.
Esto significaba que mis padres y yo pasábamos mucho tiempo juntos. Incluso las familias que tienen una relación estrecha no son necesariamente capaces de hablar de cosas espirituales, pero mis padres estaban abiertos a hablar de Dios en nuestra casa (Dt 6:6-9; 11:19; Sal 78:4; Éx 12:26-27). Crearon una atmósfera que me permitía hacer todo tipo de preguntas sobre Dios.
Cómo la escuela en casa me guió a Dios
Hubo un tiempo en que era escéptica ante la religión y tenía una actitud cínica ante la vida en general. Mis padres eran cristianos devotos, pero no se asustaron cuando les dije sin rodeos que tenía dudas sobre la fe cristiana y que quería explorar otras religiones e ideologías. Estaban abiertos a que su hija cuestionara el cristianismo, no pese a su profunda convicción en la fe, sino a causa de ella. Incluso me compraron un Corán cuando lo pedí. Cuando les dije que era atea, debieron de sentirse muy afligidos y desconsolados, pero no me condenaron ni me miraron con decepción.
Si no me hubieran educado en casa, dudo que me hubiera planteado esas preguntas tan importantes sobre mi propósito en la vida o mi fe. No habría tenido tiempo para debatirlas, y tal vez no me habría sentido lo suficientemente cerca de mis padres como para arriesgarme a hacer ese tipo de preguntas. Habría tenido demasiadas distracciones.
Probablemente habría tratado de encontrar las respuestas por mí misma o de obtenerlas de mis compañeros, que eran tan necios como yo (Pr 13:20).
Pasamos muchas noches en conversaciones (que más bien eran debates) sobre el pecado, la predestinación, la cosmovisión cristiana, las cosmovisiones de otras religiones, cómo se relaciona Dios conmigo y muchos otros temas. Estas conversaciones durante la cena fueron uno de los factores más importantes, si no el más importante, que sentaron las bases para mi fe en Cristo.
A veces, los jóvenes nacidos en familias cristianas se alejan totalmente de la iglesia y de la religión porque los cristianos han dejado sin respuesta sus preguntas más importantes (1 P 3:15). Las preguntas sobre nuestro propósito en la vida, la razón de ser de la vida, el problema del dolor, la relevancia de la fe cristiana… a menudo son descartadas por los adultos, quizá por falta de conocimientos, ignorancia deliberada, distracción o simple falta de tiempo.
Mis padres no desestimaron mis insistentes preguntas. No desecharon con fastidio mis luchas (Col 3:21). No se dieron por vencidos y nunca dejaron de orar a Dios por mí. Hubo momentos en que estaban agotados, desanimados y sin paciencia, habiendo derramado muchas lágrimas, pero Dios les dio la fuerza para continuar (Jos 1:9).
"Dios me acorraló y me salvó al mismo tiempo que dejé de intentar salvarme"
Justo después de graduarme de secundaria, sucedió algo que me hizo ver la inmundicia de mi pecado y lo lejos que había caído. Finalmente me di cuenta de que mi condición no tenía remedio y que no había manera de que pudiera redimirme. Dios me acorraló y me salvó al mismo tiempo que dejé de intentar salvarme.
En pos de un Dios soberano
Llegué a la fe en Cristo unos días antes de cumplir dieciocho años. Ahora tengo veintidós, y he experimentado el gozo en Él. He llegado a saber que mi estado de salud no es un accidente ni una maldición, sino que fue diseñado por Dios con el propósito de mi salvación. Dios permitió —no, Él diseñó especialmente— que tuviera mala salud. Así fue como llevó a mis padres a ver que no era posible que yo continuara en la escuela formal. Mi enfermedad era la única forma en que mis padres hubieran considerado la escuela en casa.
No estoy diciendo que la escuela en casa sea absolutamente mejor que la escuela formal y que todo el mundo deba educar a sus hijos en casa. Pero definitivamente fue la mejor opción que mis padres tomaron para mí. Fue un acto de fe. Mis padres sabían que no tienen toda la sabiduría ni todo el conocimiento, pero sabían que tenían un Dios que sí las tiene.
Nuestro Dios no es solo un Dios soberano, sino también un Dios de providencia. Él controla
todo y tiene un buen propósito detrás de todo. Me emociono cuando pienso en cómo Dios lo tenía todo planeado (Job 11:7-9). Él nos guió y nos ha proporcionado la gracia suficiente para que le sigamos (Fil 4:19). Él ha hecho que todas las cosas obren para bien (Ro 8:28). Aunque el camino parezca tortuoso y poco claro, Su propósito permanecerá y hará que todo sea hermoso en su tiempo (He 12:11; Ec 3:11).
Publicado originalmente en The Gospel Coalition. Traducido por Eduardo Fergusson.
Andrea Widjaja es una joven escritora que asiste a la rama de Bandung de la Iglesia Evangélica Reformada de Indonesia. Actualmente cursa tercer año en el departamento de chino de su universidad.