Vida Cristiana

“El gran divorcio” y el anhelo de no llegar al cielo

En El gran divorcio, C. S. Lewis ilustra la brutal separación entre el cielo y el infierno, dos lugares irreconciliables.

Lejos de enfocarse en las calles doradas de la ciudad celestial y en las llamas consumidoras del lugar de condenación, el autor presenta los deseos de sus habitantes como la principal razón de la distancia. Quizás la idea más perturbadora del libro es que todo aquel que va al infierno es porque anhela estar allí.

Esta novela corta nos presenta una curiosa excursión que hacen algunos habitantes del infierno, un aburrido pueblo gris de distancias inimaginables, a la pradera en donde comienza el cielo. Estos pequeños seres parecen «fantasmas» en comparación con los «espíritus sólidos» del cielo y sus fuerzas palidecen al levantar una pequeña flor o pisar el pasto; este lugar y sus habitantes son demasiado reales para ellos.

"Si alguien ama más la teología que a Dios mismo, no desea estar en el cielo, en donde todo se trata de disfrutar de Cristo"

A medida que avanza la excursión, el narrador comienza a sospechar que los visitantes tienen la oportunidad de quedarse allí para siempre, si así lo desean.

Sin embargo, ninguno parece tomar esa opción. Muchos de estos fantasmas son abordados por espíritus que los tratan de convencer de quedarse, pero todos tienen razones muy importantes para volver a la tierra o al infierno.

Así, a través de una serie de diálogos penetrantes entre los salvos y los condenados, Lewis pone en evidencia al corazón que no desea llegar al cielo.

En este artículo, presento solo dos de las muchas conversaciones que narra Lewis y que sacan a relucir algunos de los diferentes ídolos humanos.

La obsesión del intelecto y el deber

Una de las primeras conversaciones del libro sucede entre un «fantasma episcopal», que fue obispo, y su amigo Dick, un «hombre luminoso» y también teólogo en vida.

Ambos estaban obsesionados con la investigación de diferentes teorías sobre Dios y la vida después de la muerte, pero Dick se arrepintió de su «pecado de la inteligencia» (p. 28), es decir, su vanagloria en el conocimiento, y buscó a Cristo de manera personal.

En cambio, el deseo de su amigo episcopal por la investigación misma no dejó de crecer y lo apartó de su necesidad real de Dios.

Cuando Dick invita a su amigo a quedarse y disfrutar de las montañas celestiales, el fantasma le pide garantías de que podrá seguir investigando sobre Dios (p. 30).

El hombre luminoso lo confronta, mostrándole que sus talentos no son necesarios en el cielo:
—No —dijo el otro—. No puedo prometerle nada de eso. Ni una esfera de utilidad: pues a usted no se le necesita aquí en absoluto. Ni oportunidad para sus talentos; solo misericordia por haberlos empleado mal. Ni atmósfera de investigación, pues no le voy a llevar al país de las preguntas, sino al de las respuestas, donde verá el rostro de Dios (p. 30).

Quizás esperaríamos que aquel obispo desearía ver a Dios más que cualquier otra cosa.

Sin embargo, la idea de comprobar completamente la existencia de Dios parecía ser un obstáculo:

—¡Ah! ¡Pero nosotros tenemos que interpretar esas bellas palabras a nuestra manera!

Para mí no existe algo así como una respuesta final. El libre viento de la investigación deberá seguir soplando siempre a través de la mente, ¿no es verdad? «Comprobarlo todo» … Viajar esperanzadamente es mejor que llegar (p. 30).

En otras palabras, era mejor investigar sobre un dios hipotético que ver al verdadero cara a cara, pues si eso sucediera, se perdería la magia del viaje de la investigación.

Para este obispo, la felicidad estaba en la teología, en el estudio abstracto e intelectual de Dios.

Aunque esa «sed de la razón se hubiera apagado» (p. 31), Dick lo invita a «ser feliz», a dejar todo atrás y a ir con él a conocer a Dios mismo, a lo cual el obispo responde:

—La felicidad, querido Dick… la felicidad, como alcanzará a comprender cuando tenga más años, es la senda del deber. Lo cual me trae a la memoria… ¡Válgame Dios!, casi lo había olvidado. Me resulta imposible ir con usted. Tengo que estar de regreso el viernes próximo para dar una conferencia. Allí abajo tenemos una pequeña sociedad teológica; ¡oh, sí!, hay una gran vida intelectual.

Así, para este obispo, era más satisfactorio hablar de teología en el infierno que ver a Dios a los ojos. Había más felicidad en poner los talentos al servicio de los ya condenados para conseguir el reconocimiento de ellos, que estar con Jesús en el cielo.

Esto me recuerda a lo que dice el apóstol Pablo: «el conocimiento envanece» (1 Co 8:1). Es posible amar el conocimiento de Dios sin amar a Dios mismo y perder de vista la verdadera recompensa, por la obsesión del intelecto.

Aún más, es posible hallar más identidad y plenitud en nuestro deber, cualquiera que este sea, que en Aquel que nos da los dones para Su gloria (cp. 1 Co 4:7).

Si alguien ama más la teología y la profesión que a Dios mismo, entonces no desea estar en el cielo, en donde todo se trata de disfrutar de Cristo.

La necesidad de ser reconocido

Otro de los diálogos comienza cuando un fantasma, que fue un artista famoso en vida, dice «¡Dios!», no porque estuviera viendo al Creador, sino por su asombro al ver la hermosura de la pradera, y su primer instinto es decir «¡Me gustaría pintar todo esto!» (p. 50).

Pero un espíritu le dice que su preocupación en ese momento no debería ser pintar, sino mirar; primero debía conocer el cielo y a su Tesoro más grande, Jesús.

El artista quiere comenzar a pintar al instante, a lo cual el espíritu le responde que vendrá el tiempo para eso: «Cuando usted crezca y se convierta en persona (está bien, todos tenemos que hacernos personas), habrá cosas que verá mejor que los demás, y querrá hablarnos de ellas. Pero todavía no. Su tarea en este momento es solo ver» (p. 51).

El fantasma del artista famoso ya tenía en mente lo que iba a pintar y afirmaba no necesitar ver más de lo que ya había visto. Esta era su explicación: «Uno tiene cada vez más y más interés en pintar por el simple hecho de pintar». En otras palabras, no importa lo que está afuera, sino que la inspiración viene de adentro. Pero el espíritu tenía una opinión muy distinta:

Los poetas, los músicos, los artistas, salvo excepciones, pasan de amar las cosas de las que hablan a amar el decir mismo, hasta que, abajo, en el infierno profundo, se vuelven incapaces de interesarse por Dios en Sí mismo. Su único interés pasa a ser lo que dicen sobre Él (p. 51).

¡Qué gran advertencia para todos aquellos que estamos involucrados en cualquier forma de arte o habilidad creativa! El músico, el escritor, el predicador: todos somos propensos a abandonar, al igual que la iglesia de Éfeso en Apocalipsis, nuestro primer amor (Ap 2:4), Aquel de quien dependen nuestras creaciones artísticas.

"El músico, el escritor, el predicador: todos somos propensos a abandonar nuestro primer amor, Aquel de quien dependen nuestras creaciones"

Después de varios intercambios entre estos personajes, el fantasma famoso decide que se quedará en el cielo para conocer a otros pintores distinguidos como él.

Pero, para su sorpresa, el espíritu le dice que ya no hay gente famosa, sino que «Todos son famosos. Son conocidos, recordados y reconocidos por la única Mente que puede hacer un juicio absoluto».

Aunque desilusionado por esto, el fantasma dice que aún le queda la satisfacción de ser recordado en la tierra para la posteridad. El espíritu vuelve a responder, esta vez con una noticia que lo aterroriza: «en la tierra se han olvidado de usted y de mí». El fantasma no es capaz de soportar tal acontecimiento y decide tratar de volver a la tierra a solucionar el problema.

Este fantasma no soportó el cielo. Aunque Dios mismo estuviera allí, necesitaba saciar su sed de reconocimiento. La eternidad era, para él, una motivación para pintar muy inferior a la fama.

Huyendo del cielo

Por supuesto, los escenarios de esta novela de Lewis son ficticios: en la realidad, una vez que alguien llega al infierno no tiene la oportunidad de mudarse al cielo, ni existe algo como el purgatorio (Lc 16:26).

Además, la Biblia nos habla claramente del horror del infierno (Mt 13:49-50). Sin embargo, esta novela ilustra el hecho real de que los humanos tienen por medio de Cristo la oportunidad de ir al cielo y experimentar todas sus alegrías, pero sus anhelos desviados, como el anhelo de reconocimiento y su obsesión por cumplir un deber intelectual, no se los permiten.

El cielo, un lugar en donde todos son reconocidos plenamente por Cristo y en donde solo Él se lleva la gloria, no es apto para ellos. Los humanos, entre menos desean a Dios, más huyen del cielo y a menudo sin darse cuenta.

David Riaño es editor general de BITE. Es parte del equipo plantador de la Iglesia Familia Fiel en Cajicá, donde también sirve en ministerios de enseñanza. Es Licenciado en Filología Inglesa y Magíster en Estudios Literarios de la Universidad Nacional de Colombia. Disfruta tomar café y ver series con su esposa Laura.

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