La vida cristiana es un viaje que comienza desde la eternidad con el decreto de Dios sobre nuestras vidas y termina en la eternidad cuando estemos para siempre con el Señor. Este viaje se hace real en nosotros cuando venimos a Cristo en fe y arrepentimiento, y todas las promesas de salvación se hacen efectivas en nuestra vida.
Como sucede en cualquier viaje, nuestros ojos suelen estar en la meta final. Vivimos la vida cristiana con la mirada puesta en aquel día cuando estemos cara a cara con nuestro Señor, disfrutando de Su presencia por la eternidad. Sin embargo, nuestra vista en la meta final no nos debe hacer ignorar las bendiciones que podemos experimentar en el presente y todo lo que podemos aprender durante «el viaje».
Hay cierto éxito que no se resume solo en llegar al destino, sino en cumplir y alcanzar el propósito de Dios para nuestras vidas ahora. Con este fin, el Señor trata con nuestros corazones rebeldes haciéndonos pasar por situaciones que nos doblegan y nos enseñan a pensar y actuar conforme a Su voluntad. El naufragio del profeta Jonás es un claro ejemplo de esta realidad y quiero señalar tres verdades que podemos considerar a partir de su experiencia.
1. Dios usa las circunstancias para obrar Sus planes
Podemos ver la soberanía de Dios en todos los eventos que rodean la historia de Jonás. El profeta se negó a obedecer a Dios y decidió morir ahogado antes que ir a Nínive, donde Dios lo había enviado. Sin embargo, Dios ya había preparado una tormenta en el mar y tenía en ayuno un gran pez que esperaba por su almuerzo, para llevar a acabo Sus planes con Jonás. Dios iba «un paso adelante» de las maquinaciones de Jonás.
La mejor manera de enfrentar las circunstancias difíciles es con una actitud receptiva y humilde, pues el Dios soberano hace y permite todo para nuestro bien
Uno de los momentos más irónicos de esta historia bíblica es cuando unos marineros paganos entienden mejor que «el profeta de Dios» que todo lo que les acontecía era obra del Señor (Jon 1:14). Los marineros arrojaron a Jonás al mar, quien dentro del pez finalmente reconoció que era Dios quien estaba detrás de todo (Jon 2:3). Esto nos permite comprender que el Señor es soberano no solo en el destino final de nuestras vidas, sino también en cada evento y situación que encontramos en el camino.
Sin embargo, es importante aclarar que la soberanía de Dios no lo convierte en autor del mal. Aunque Dios tenía todas las cosas planeadas en la vida de Jonás, incluidas las necesarias para lidiar con su rebeldía, no fue Dios quien le hizo desobedecer. La decisión de huir de la presencia de Dios y alejarse del plan divino fue del profeta. Del mismo modo, todo lo que sucede en nuestra vida, incluyendo nuestro pecado y nuestra rebeldía por la cual somos totalmente responsables, nunca toma por sorpresa a Dios. Al contrario, Él tiene un plan de antemano para cumplir con Sus propósitos en el mundo.
2. Dios usa las circunstancias para traer a Sus hijos
Sin duda que la soberanía es uno de los atributos más maravillosos de nuestro Dios. Saber que el Dios que creó el universo y sostiene todas las cosas con el poder de Su Palabra es el mismo que obra todas las cosas para nuestro bien (Ro 8:28), es un aliciente en medio de cada situación difícil por la que podamos atravesar. En especial, cuando las dificultades llegan a causa de nuestra desobediencia y debilidad.
Los hijos de Dios corremos el peligro de divagar y extraviarnos de Su voluntad para nuestras vidas, como le sucedió a Jonás. Dios le había encomendado ir a Nínive a predicar juicio contra la ciudad y a llamar a sus ciudadanos al arrepentimiento. ¿Qué hizo Jonás? Compró un boleto hacia el otro extremo del mundo, «lejos de la presencia del SEÑOR» (Jon 1:3).
Sin embargo, Dios tenía preparadas todas las circunstancias para traerlo de vuelta a Sus propósitos: la tormenta en el mar, la suerte que echaron los marineros y el gran pez. Estando en el vientre del animal, Jonás reconoció su pecado y clamó al Señor. Entonces, por orden divina, el pez vomitó a Jonás en tierra firme, quien se levantó y fue a Nínive.
Dios no solo quiere que le obedezcamos, sino que lo hagamos con gozo y con un espíritu de adoración