Vida Cristiana
La esencia del hombre, el pecado y el evangelio en “Crimen y castigo”.
Desde que leí por primera vez Crimen y castigo por Fiódor Dostoyevski hace años, no pude quitarme de la cabeza la escena en donde el «crimen» del título se comete (spoilers a continuación). Rodión Románovich Raskólnikov planea meticulosamente el asesinato de Aliona Ivánovna, una vieja usurera. Le parte el cráneo con un hacha, pero no contaba con la aparición de Lizaveta, la hermana de Aliona. Sin pensarlo, Raskólnikov le da un hachazo en la cabeza, asesinándola a ella también. El «crimen perfecto» se esfumó, pues se le salió de las manos todo lo calculado.
Así comienza un ciclo de delirio y pesadillas en donde Raskólnikov intenta manejar su vida interna. A ratos lo logra, pero en otras ocasiones anda como ebrio por las calles o se echa como muerto en la cama.
La escena del doble asesinato me horroriza, pero el enfoque de Dostoyevski va mucho más allá de narrar un acto de terror y sus consecuencias. La novela nos lleva a contemplar las «cuestiones eternas» de la esencia del hombre, el pecado y el evangelio.
La esencia relacional del hombre
Desde la primera página leemos que Raskólnikov no entiende la vida; no florece como ser humano porque no vive de acuerdo a su naturaleza relacional: «Aislándose, encerrándose en sí mismo, había llegado a huir, no sólo del encuentro con su patrona, sino de toda relación con sus semejantes» (p. 1).
La novela Crimen y Castigo nos recuerda que solo Cristo puede rescatar a la oveja descarriada
Él se la pasaba en un estado de «ensimismamiento» o «inconsciencia» con respecto a los demás. Entonces el narrador nos dice: «Al fin sintió que se ahogaba en aquel cuartucho amarillo que más que habitación parecía un baúl o una alacena. Sus ojos y su cerebro reclamaban espacio libre» (p. 15).
Esto me recuerda que el ser humano fue creado por Dios para vivir en relación, abierto al mundo y a las personas que le rodean. Necesitamos «espacio libre» para relacionarnos, para amar y para confesarnos. Como lo dice la Escritura en distintos lugares:
- «No es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2:18).
- «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Mt 22:39).
- «Confiésense sus pecados unos a otros» (Stg 5:16).
- «Consideremos cómo estimularnos unos a otros al amor y a las buenas obras, no dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos unos a otros, y mucho más al ver que el día se acerca» (He 10:24-25).
Antes de mencionar otro aspecto de los que esta novela nos llama a contemplar, vale la pena detenernos a reflexionar, pues creo que la experiencia de Raskólnikov nos invita a examinar nuestra vida: ¿Será que huimos de nuestra esencia relacional? ¿Pasamos demasiado tiempo ensimismados? ¿Evitamos la vulnerabilidad ante otros creyentes? ¿Vivimos más conectados a la tecnología que a Dios y a nuestros semejantes?
La pesadilla del pecado
A diferencia de muchas novelas, con esta no tenemos que adivinar quién cometió el crimen, sino por qué lo haría. Mientras lees la novela te preguntas sobre la motivación de Raskólnikov. ¿Qué llevaría a un estudiante decente a cometer semejante barbaridad?
Poco a poco descubrimos que él sostiene una teoría sobre «el hombre superior», un tipo de persona que está por encima de la moralidad humana y no sujeta a las leyes naturales ni a las de Dios. Según esta teoría, los super-hombres como Napoleón tienen derecho a cometer atrocidades, precisamente, porque están por encima de los demás. De modo que Raskólnikov quiso probar si él era un hombre superior, al matar a «un piojo».
Pero ¿existen personas así según la Palabra de Dios? No. Según la Escritura, las personas pueden llegar a tener «cauterizada la conciencia» (1 Ti 4:2), pero nadie se escapará del justo juicio de Dios (Sal 7:11-16).
Raskólnikov se pasa gran parte del libro justificando el asesinato de Aliona, pero aún así no puede evitar los estragos físicos, emocionales y espirituales que acarrean sus acciones. Me recuerda lo que Pablo enseña:
Porque cuando los gentiles, que no tienen la ley, cumplen por instinto los dictados de la ley, ellos, no teniendo la ley, son una ley para sí mismos. Porque muestran la obra de la ley escrita en sus corazones, su conciencia dando testimonio, y sus pensamientos acusándolos unas veces y otras defendiéndolos (Ro 2:14-15).
El evangelio para los indignos
Esta novela ilustra, y hasta expone en cierta medida, el evangelio de Cristo. Claro que Dostoyevski lo interpretó a la luz de la Ortodoxia rusa, pero aún así podemos regocijarnos de que Jesucristo sea proclamado (cp. Fil 1:18).
La buena literatura no siempre provee las mejores respuestas a las cuestiones eternas, pero sí nos invita a contemplarlas
En el segundo capítulo del libro, Raskólnikov conoce a Marmeládov en una taberna. Irresponsable y borracho, este hombre hasta vendió las medias de su esposa para comprar alcohol. Tiene tres niños pequeños con ella y una hija mayor, Sonia, quien se entregó a la prostitución para suplir las necesidades del hogar. En el clímax de la conversación con Raskólnikov, Marmeládov se levanta «exaltado» y alude al evangelio:
¡Lo que merezco es que me crucifiquen, que me claven en una cruz y no que me compadezcan! Crucifica, Señor, crucifica; pero al crucificar, ¡compadece al hombre!… Exclamarán los sensatos, exclamarán los razonables: «¡Señor! ¿Por qué admites a estos?». Y dirá: «Pues los acepto, sensatos; los acepto, razonables, porque ninguno de ellos se ha considerado digno de ser recibido…». Extenderá los brazos hacia nosotros, nosotros acudiremos, nos echaremos a llorar… y lo comprenderemos todo. ¡Entonces lo comprenderemos todo! (p. 20).
Podríamos menospreciar que Marmeládov mencione este mensaje siendo como era, pero eso sería olvidar que «mientras aún éramos débiles, a su tiempo Cristo murió por los impíos» (Ro 5:6).
Más adelante en el libro, Raskólnikov y Sonia finalmente conversan a solas. Raskólnikov ve un Nuevo Testamento en la habitación y le hace la pregunta:
–¿Quién se lo trajo?
–Me lo trajo Lizaveta, se lo pedí.
«¡Lizaveta! ¡Qué raro!», pensó Raskólnikov…
–¿Dónde está la parte que habla de Lázaro?… Búscalo y léemelo (p. 315).
Dostoyevski incluyó textualmente los versículos más importantes de Juan 11, con Sonia como lectora:
Dícele Jesús: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en Mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto?». Dícele —y como si cobrara aliento, dolorosamente, leyó Sonia de manera clara y fuerte, como haciendo la propia profesión de fe para el general conocimiento de las gentes—: «…Sí, Señor; yo he creído que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo» (p. 317).
Creo que Dostoyevski captó algo de la gloria del evangelio al escribir:
Hacía rato que el cabo de vela se estaba consumiendo en el candelabro torcido, iluminando apenas, en aquella habitación sórdida, a un asesino y a una mujer descarriada, extrañamente reunidos, leyendo el libro eterno (p. 318).