Todos hemos leído o escuchado la parábola del buen samaritano.
En Lucas 10:30-35, Jesús narró la historia de un hombre que iba de Jerusalén a Jericó, quien fue víctima de unos ladrones que lo atacaron con violencia y lo dejaron malherido en el camino. Pasaron junto a él un sacerdote y un levita, pero siguieron su camino. Luego apareció un samaritano que tuvo misericordia de él, curó sus heridas y pagó su alojamiento y provisión.
Un teólogo interpretó esta parábola así:
La víctima fue Adán, Jerusalén es la Jerusalén celestial, Jericó es la luna, los ladrones son el diablo y sus ángeles [caídos], el despojamiento del hombre es su pérdida de inmortalidad, el vendar sus heridas es la restricción del pecado, y el lugar de alojamiento es la iglesia.1
¿Qué pensarías de un pastor que interpreta dicha parábola de esta manera? Si tienes conocimiento de métodos de interpretación bíblica, seguramente quedarías perplejo, aún más al saber que esta interpretación es de Agustín de Hipona, el teólogo más influyente en la historia de la iglesia desde los tiempos de los apóstoles. Pero Agustín no fue el único que usó la interpretación alegórica con esta parábola. Ireneo de Lyon (siglo II d. C.) escribió lo siguiente:
El Señor encomendó Su persona al Espíritu Santo que había caído en manos de ladrones, de los cuales Él mismo tuvo compasión, y vendó sus heridas, dando dos denarios reales; para que nosotros, recibiendo por el Espíritu la imagen y la inscripción del Padre y del Hijo, hagamos fructificar el denario que se nos ha confiado.2