Si pudiéramos destilar la voluntad de Dios para Su pueblo en una simple oración, no podríamos hacerlo mejor que una súplica a menudo repetida de Robert Murray M’Cheyne: «Señor, hazme tan santo como un pecador perdonado puede serlo» (Memoir and Remains of Robert Murray M’Cheyne [Memorias y relatos de Robert Murray M’Cheyne], p. 159).
¿Con qué frecuencia una oración así se posa en tus labios? ¿Hasta qué punto tal deseo da forma a tus esperanzas y planes? Si los anhelos de tu corazón pudieran hablar, ¿exclamaría alguno de ellos: «Hazme tan santo como pueda ser»?
El deseo de Dios por nuestra santidad arde en las Escrituras como un fuego purificador. Pablo quiere que pensemos así: «Porque esta es la voluntad de Dios: su santificación» (1 Ts 4:3). Pedro quiere que pensemos así: «Como Aquel que los llamó es Santo, así también sean ustedes santos en toda su manera de vivir» (1 P 1:15-16). Hebreos quiere que pensemos así: «Busquen la paz con todos, y la santidad, sin la cual nadie verá al Señor» (He 12:14).
Dios quiere que pensemos así de muchas otras maneras. Nuestra santidad le deleita (Sal 40:6-8), le agrada (1 Ts 4:1), se eleva ante Él como una ofrenda fragante (Fil 4:18), suscita Su aprobación y Su alabanza (Ro 2:29; 12:1). Si quieres agradar a un Dios santo, sé todo lo santo que puedas ser.
La santidad y las falsedades que se piensan de ella
Antes de considerar por qué la santidad alegra a Dios, reflexionemos un momento sobre lo que entendemos por santidad. Como muchas palabras bíblicas conocidas, la palabra santidad puede perderse en una neblina de abstracción. Si no tenemos cuidado, con el tiempo podemos llegar a asociar la palabra con imágenes o ideas contrarias a la realidad.
Algunos, por ejemplo, pueden oír santidad y pensar (quizá inconscientemente) en algo insípido o aburrido. «Santidad» pertenece a un museo o a una tienda de antigüedades, silenciosa y pesada. La verdadera santidad, sin embargo, no admite la insipidez ni el aburrimiento. La Escritura habla de la «majestad de la santidad», de la santidad como «gloria y hermosura» (1 Cr 16:29; Éx 28:2). Como escribe Sinclair Ferguson, las personas santas brillan con algo del resplandor propio de Dios:
«Santificar» significa que Dios readquiere personas y cosas que han sido dedicadas a otros usos, y que han sido poseídas para fines distintos de Su gloria, y las toma en Su posesión para que reflejen Su propia gloria (The Holy Spirit [El Espíritu Santo], p. 140).
La verdadera santidad es impresionantemente bella. Participa de la propia gloria de Dios, una gloria rebosante de vida y majestad.
Otros pueden escuchar la palabra santidad y pensar principalmente en rituales religiosos: leyes alimentarias y sacrificios en el templo, quizás, o una devoción a las rutinas eclesiásticas. Pero tal fue el error de muchos fariseos: esos puntuales y precisos paquetes corruptos de «adoración» (Mt 23:25-28). La verdadera santidad penetra hasta lo más profundo de la persona; toca y transforma «espíritu, alma y cuerpo» (1 Ts 5:23). La santidad es una mano que toca las cuerdas ocultas del corazón, llenando toda la vida de melodía celestial. No es humo que surge del altar, sino fe y amor que surgen del alma (Sal 40:6-8).
Por último, es posible que algunos al oír hablar de santidad se pregunten qué relevancia tiene en la vida diaria. Tal vez la santidad parezca como una nube: a kilómetros sobre el suelo e imposible de abrazar. Pero la verdadera santidad tiene todo que ver con la vida diaria. Cuando Jesús y Sus apóstoles nos llaman a la santidad, se refieren a lo que pensamos y hablamos, a lo que comemos y bebemos, a lo que gastamos y ahorramos, a lo que trabajamos y descansamos. Incluso en el día más ordinario, nunca llega un momento en que «sean santos» no signifique algo práctico. La santidad abarca y dignifica nuestro quehacer cotidiano.
Y esa santidad —hermosa, profunda y amplia— agrada a Dios.
El complejo deleite de Dios
Dependiendo de tu personalidad y de tu formación teológica, la idea de que nuestra santidad deleite a Dios puede generar algunas preguntas. Algunos, especialmente los amantes de la doctrina de la justificación, pueden preguntarse: ¿Acaso Dios no se deleita ya en mí? Otros, sobre todo los sensibles y escrupulosos, se preguntarán: ¿Cómo podría Dios deleitarse en mí?
¿Acaso Dios no se deleita ya en mí?
Para algunos, la idea de que nuestra santidad deleita a Dios parece restarle valor a la justificación por la fe sola (o al menos entrar en tensión con ella). ¿No se deleita Dios en la perfecta santidad de Cristo que ahora se me atribuye por la fe? ¿No me llama «santo y amado» antes de que obedezca (Col 3:12) e incluso después de que peque (1 Co 6:11)?
Estas preguntas nos empujan hacia una distinción útil. Por un lado, Dios se complace inquebrantablemente en Su pueblo porque estamos unidos a «Su Hijo amado» (Col 1:13), nuestro Salvador santo que sigue siendo el mismo ayer, hoy y siempre (He 13:8). Estamos en Cristo —revestidos de Su justicia, santificados por Su pureza— y, por tanto, plenamente aprobados a los ojos de Dios. Sin embargo, por encima de este fundamento del favor inmutable de Dios, podemos agradarle más o menos, dependiendo de cómo vivamos. Podemos entristecer al Espíritu o alegrarlo (Ef 4:30); podemos agradar al Dios Todopoderoso o disgustarlo (Ef 5:9-10).
La imagen de la disciplina paterna en Hebreos 12 une estos dos tipos de deleite. Toda disciplina implica cierto grado de desagrado o desaprobación. Al mismo tiempo, toda buena disciplina brota de un amor profundo. «El Señor al que ama, disciplina» (He 12:6, énfasis añadido). Bajo el desagrado de la disciplina de Dios se esconde Su profundo e inmutable afecto paternal.
Porque nos ama, responde a nuestros desagradables pecados con disciplina, y mediante la disciplina nos hace más gratos. Nos da la seguridad de Su aprobación eterna en Cristo y, sorprendentemente, también nos da la dignidad de convertirnos en el tipo de personas que escucharán Su «bien siervo bueno y fiel».
¿Cómo podría Dios deleitarse en mí?
Otros se hacen una pregunta diferente sobre el deleite de Dios. Entienden por qué la santidad agrada a Dios, y les encantaría sentirse agradables ante Él. Pero parece que no pueden imaginar que la santidad de ellos —su pequeña santidad que tropieza— sea alguna vez lo suficientemente pura como para agradarle. Tal vez en el cielo deleiten a Dios, pero ¿cómo podrían hacerlo ahora?
Siento la fuerza de la pregunta. Nuestros pecados son todavía muchos, nuestras imperfecciones actuales son profundas, y las motivaciones mezcladas manchan incluso nuestras mejores obras. En este lado del cielo, Dios siempre puede desaprobar algo dentro de nosotros. Así que puede parecer más seguro simplemente refugiarse en la justicia de Cristo y esperar hasta que seamos perfectos para creer que somos agradables. Pero eso sería un gran error.
Si nosotros, aunque confiamos en Jesús y tratamos de seguirle, dudamos de que Dios pueda deleitarse en nuestra santidad, necesitamos tener en cuenta con qué frecuencia Dios utiliza el lenguaje del deleite para describir Su postura hacia Su pueblo parcialmente santificado. Dios dice que el amor fraternal le agrada (Ro 14:18), que el hecho de que compartamos con los demás le agrada (He 13:16), que le agrada que oremos por las autoridades (1 Ti 2:3-4), que le agrada la obediencia de un hijo a sus padres (Col 3:20), incluso que podemos «hacer en todo, lo que le agrada» (Col 1:10). En cada uno de estos ejemplos (y en muchos más), Él no miente. El santo, santo, santo Dios es maravillosa y asombrosamente alguien a quien podemos agradar.
Las raíces de Su aprobación
Si preguntamos por qué esa santidad imperfecta agrada a Dios, podríamos dar varias respuestas. Podríamos recordar que nuestra santidad presente es nada menos que el carácter naciente de Cristo en nosotros (2 Co 3:18), Su imagen rescatada y renovada (Ro 8:29) —y Dios ama la gloria de Su Hijo. También podríamos recordar que nuestra santidad es fruto del Espíritu Santo (Gá 5:22-23) —y al igual que en el principio, Dios considera la obra creadora de Su Espíritu como «buena», de hecho «buena en gran manera» (Gn 1:31).
O podríamos recordar, como escribe Richard Sibbes, que Dios es capaz de tener una visión a largo plazo de nuestra santidad, viendo el pequeño paso de hoy como parte de un cuadro mucho más grande y hermoso:
Cristo nos valora por lo que seremos y para lo que hemos sido elegidos. A una planta pequeña la llamamos árbol, porque está creciendo para serlo. «¿Quién ha despreciado el día de las pequeñeces?» (Zc 4:10). Cristo no quiere que despreciemos las cosas pequeñas (The Bruised Reed [La caña cascada], p. 17).