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Amo a mis hijos con todo lo que soy. Cada semana salgo con uno de ellos para tomar café o comer papas fritas y platicar de todo y de nada. Me encanta pasar tiempo con ellos; son un gozo para mi corazón que pone una sonrisa en mi rostro.
Sin embargo, mi esposa y yo somos testigos del pecado que mora en ellos. Sus almas están contaminadas con el veneno que entró al mundo cuando Adán y Eva comieron el fruto prohibido (Gn 3:6). El corazón de mis hijos está seriamente afectado y los vemos sufrir por ello. Pelean, se lastiman, nos desobedecen, nos mienten y muchas veces experimentan las consecuencias de su pecado.
Verlos pecar y sufrir por ello me entristece, y por más que les diga que no lo vuelvan a hacer, vuelven a caer. ¿Por qué? Porque aunque son nuestros hijos, y se parecen físicamente a su madre y a mí, espiritualmente se parecen a nuestros primeros padres: Adán y Eva.
No necesitamos una simple reforma moral, sino una redención espiritual
Mis hijos, yo y todas las personas de este mundo somos portadores de la imagen de Adán y necesitamos que el evangelio restaure en nosotros la imagen de Dios que fue manchada en el Edén.
Una imagen corrompida
En el inicio de todas las cosas, vemos a Dios creando todo lo que existe. La flora y la fauna fueron creadas «según su especie» (Gn 1:11-12, 21, 24-25). En diez ocasiones se repite esta expresión en el primer capítulo de la Biblia, pero la creación del ser humano rompe con el patrón: el hombre y la mujer son diferentes al resto de los seres vivientes, porque solo ellos son creados a la imagen y semejanza de Dios (Gn 1:26).
Esto no quiere decir que tengamos las mismas cualidades que Dios posee o que seamos como «semidioses». No somos eternos o perfectos, por ejemplo. Más bien, quiere decir que el carácter y la persona de Dios es el «molde» y punto de referencia de la creación del ser humano, lo que deja en evidencia el propósito de nuestra existencia: reflejar a Dios para Su gloria. La frase latina imago Dei captura esta verdad.
No obstante, con la caída de Adán y Eva, la humanidad socavó la imagen de Dios en ella. Esto no quiere decir que ya no portemos para nada la imagen de Dios (cp. Stg 3:9), sino que ella está corrompida por el pecado, al punto en que ahora tenemos otra naturaleza: ahora somos pecadores, como Adán. La imago Dei en nosotros ha quedado desfigurada.
Resultan significativas las palabras de Génesis luego de la caída, cuando se relatan las generaciones de Adán: «Cuando Adán había vivido 130 años, engendró un hijo a su semejanza, conforme a su imagen, y le puso por nombre Set» (Gn 5:3, énfasis añadido). ¿Lo notaste? El hijo de Adán ahora lleva la imagen corrompida de su padre.
Es por eso que, desde la entrada del pecado al mundo, todas las personas nacemos siendo enemigos de Dios (Ro 5:10) y somos por naturaleza «hijos de ira» (Ef 2:3).
¿Cómo se puede restaurar en nosotros la imago Dei ? La respuesta está en el evangelio.
Somos nuevas criaturas en Cristo
Las buenas noticias de la Biblia —el evangelio de Dios— traen como resultado el hecho de que, en Cristo, recuperamos la imago Dei que fue desfigurada a causa del pecado. El apóstol Pablo dice que «si alguno está en Cristo, nueva criatura es» (2 Co 5:17). De hecho, su ministerio estuvo marcado por el deseo de que «Cristo sea formado» en cada creyente (Gá 4:19) y que cada iglesia local creciera «a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo» (Ef 4:13).
La enseñanza del Nuevo Testamento nos permite entender que ser salvos implica el llamado a dejar atrás nuestra vieja naturaleza de pecado y estar «vestidos del Señor Jesucristo» (Ro 13:14). Esa es una promesa del evangelio de Cristo: podemos ser renovados a la imagen de Dios (Ef 4:22-24). Ese es el plan divino, que «a los que de antemano conoció, también los predestinó a ser hechos conforme a la imagen de Su Hijo» (Ro 8:29).
Solo el evangelio puede hacer que los hijos de Adán pasen a ser hijos de Dios