Todo cristiano conoce el amor de Dios. ¿Anhelas conocerlo más?

Nota del editor: Este es un fragmento adaptado del libro Conocer a Dios (Poiema Publicaciones, 2023), por J. I. Packer.

La declaración que el apóstol Juan repite dos veces: «Dios es amor» (1 Jn 4:816), es una de las expresiones más formidables de la Biblia y también una de las que más se ha interpretado mal.

Alrededor de ella se han tejido ideas falsas como una cerca de espinas, ocultando de la vista su verdadero significado, y no resulta nada fácil atravesar esta maraña de maleza mental. Sin embargo, la profunda reflexión se ve recompensada con creces cuando el verdadero sentido de estos textos llega al alma cristiana. ¡Los que escalan una montaña no se quejan del esfuerzo una vez que contemplan el panorama que se ve desde la cima!

Felices, por cierto, los que pueden decir, como dice Juan en las palabras que preceden al segundo «Dios es amor»: «nosotros hemos llegado a conocer y hemos creído el amor que Dios tiene para nosotros» (1 Jn 4:16). Conocer el amor de Dios equivale en realidad a tener el cielo en la tierra. El Nuevo Testamento expone este conocimiento no como un privilegio para pocos favorecidos, sino como parte normal de la experiencia cristiana común, algo de lo cual carece únicamente el que no disfruta de buena salud espiritual o el que ostenta una mala formación espiritual.

Cuando Pablo dice: «el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos fue dado» (Ro 5:5), no quiere decir el amor hacia Dios, como pensaba Agustín, sino el conocimiento del amor de Dios hacia nosotros. Aunque Pablo aún no conocía a los cristianos de Roma a quienes escribía, daba por sentado que lo que les decía era tan real en ellos como en él.

Una inundación de amor

Tres puntos en las palabras de Pablo merecen ser comentados:

En primer lugar, notemos que el verbo «derramado» es el término que se usa al hablar del derramamiento del Espíritu Santo en otros pasajes (Hch 2:17-183310:45Tit 3:6), el cual sugiere un fluir libre y una gran cantidad, es decir, una inundación. De allí la traducción que adopta la BLPH: «Dios nos ha inundado con su amor el corazón». Pablo no se refiere a impresiones inciertas y caprichosas, sino a experiencias profundas y sobrecogedoras.

Luego, en segundo lugar, notemos el tiempo del verbo. Es el tiempo perfecto, que indica un estado permanente resultado de una acción completada. La idea es esta: el conocimiento del amor de Dios, habiendo inundado nuestro corazón, lo llena ahora, del mismo modo que un valle que ha sido inundado permanece lleno de agua. Pablo da por sentado que todos sus lectores, como él mismo, viven disfrutando de un sentido fuerte y perdurable del amor de Dios por ellos.

En tercer lugar, notemos que la transmisión de este conocimiento se describe como parte del ministerio regular del Espíritu a los que lo reciben, es decir, a todos los que han nacido de nuevo, a todos los que son verdaderos creyentes. Sería bueno que este aspecto de Su ministerio fuera más apreciado en la actualidad.

Un conocimiento más profundo del amor de Dios

Con una perversidad patética y que empobrece, hoy nos preocupan los ministerios extraordinarios, esporádicos y no universales del Espíritu, descuidando los ministerios ordinarios y generales.

Por ejemplo, mostramos mucho más interés en los dones de sanidad y lenguas —dones que, como lo indicó Pablo, no son ciertamente para todos los cristianos (1 Co 12:28-30)— que en la obra común del Espíritu de impartir paz, gozo, esperanza y amor mediante el derramamiento en nuestro corazón del conocimiento del amor de Dios. Sin embargo, lo segundo es mucho más importante que lo primero.
A los corintios, que habían dado por sentado que cuanto más hablaran en lenguas tanto mejor, y tanta más piedad demostrarían también, Pablo tuvo que recalcarles con insistencia que sin amor —santificación, semejanza a Cristo— las lenguas no valían absolutamente nada (1 Co 13:1-3).

Sin duda, Pablo tendría motivos para hacer una advertencia similar hoy en día. Resultaría trágico que el anhelo de avivamiento que se evidencia hoy en muchas partes se desvirtuara introduciéndose en el callejón sin salida de un nuevo brote de «corintianismo». Lo mejor que les podía desear Pablo a los efesios en relación con el Espíritu era que pudiera continuar con ellos el ministerio descrito en Romanos 5:5 con creciente poder, llevándolos a un conocimiento cada vez más profundo del amor de Dios en Cristo. En Efesios 3 leemos:

Por esta causa, pues, doblo mis rodillas ante el Padre… Le ruego que Él les conceda a ustedes, conforme a las riquezas de Su gloria, el ser fortalecidos con poder por Su Espíritu en el hombre interior… También ruego que arraigados y cimentados en amor, ustedes sean capaces de comprender con todos los santos cuál es la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y de conocer el amor de Cristo que sobrepasa el conocimiento (vv. 14-19).

El avivamiento consiste en que Dios restaure en el seno de una iglesia moribunda, de un modo fuera de lo común, las normas de vida y experiencia cristianas que para el Nuevo Testamento son enteramente comunes; y la actitud adecuada del que desea el avivamiento se debe expresar, no en los anhelos por el don de lenguas (en última instancia no tiene importancia si hablamos en lenguas o no), sino más bien en un ferviente anhelo de que el

Espíritu derrame el amor de Dios en nuestro corazón con más poder. Porque es con esto (a lo que con frecuencia precede un profundo arrepentimiento espiritual respecto al pecado) que el avivamiento personal comienza, y mediante esto el avivamiento en la iglesia, una vez comenzado, es sostenido.

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J. I. Packer es autor de numerosos libros y Miembro del Comité Rector y profesor de Teología en Regent College (Vancouver, Canadá).

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