¿Podemos perdonar cuando el ofensor no se arrepiente?

El perdón es algo desgarrador. ¿Quién quiere perdonar al culpable que nos hirió maliciosamente? El perdón también puede ser confuso. ¿Qué debemos hacer cuando la persona que nos ha hecho daño no se arrepiente? No reconoce lo que hizo, no pide perdón y —cuando lo hace— no lo dice en serio. ¿Qué hacer entonces?

Algunos teólogos afirman que es un error perdonar a un ofensor impenitente, mientras que otros dicen que es un error no hacerlo. Repasemos los argumentos a favor de ambas opciones y veamos si podemos encontrar una solución.

El perdón requiere arrepentimiento

En Unpacking Forgiveness [Explicando el perdón], Chris Brauns da cuatro razones de peso por las que no debemos perdonar a menos que el ofensor se arrepienta.

1. El perdón sin arrepentimiento no es bíblico.

Pablo nos dice que perdonemos a los demás «como también Dios los perdonó en Cristo» (Ef 4:32), y Dios exige arrepentimiento antes de perdonar. Cuando aquellos que sintieron convicción de pecado le preguntaron a Pedro qué debían hacer, les dijo: «Arrepiéntanse y sean bautizados cada uno de ustedes en el nombre de Jesucristo para perdón de sus pecados» (Hch 2:38). En última instancia, en el infierno no hay personas perdonadas.

2. El perdón sin arrepentimiento crea un riesgo moral.

Si pago la deuda moral de un ofensor impenitente, fallo en responsabilizarle, llamarlo a que rinda cuentas, y aumento las posibilidades de que vuelva a atacar. Ha aprendido que puede salirse con la suya y puede aspirar a más.

3. El perdón sin arrepentimiento no es moralmente serio.

No tiene en cuenta la ofensa. Nicholas Wolterstorff escribe:

Puedo estar dispuesto a perdonar a mi ofensor cuando se arrepienta. Puedo tener una disposición perdonadora hacia él. Pero me parece que dejar de tener en cuenta el mal que alguien cometió mientras se cree que él mismo sigue respaldando lo que hizo, significa que no se está tratando el hecho o a su autor con la seriedad moral requerida para el perdón; es restarle importancia en lugar de perdonar.

Las comisiones de la verdad y la reconciliación, tanto en Ruanda como en Sudáfrica, hicieron énfasis en que no puede haber perdón sin confesión. Es peligrosamente ingenuo intentar reconciliar a las partes involucradas si los infractores no asumen lo que han hecho.

4. El perdón sin arrepentimiento degenera fácilmente en el perdón terapéutico.

Un punto de vista popular y erróneo asume que el punto del perdón es mi salud mental: «No importa si la persona ofensora se arrepiente de lo que me hizo. Perdono por mi bien, para romper las cadenas de su ofensa y recuperar el control de mi vida. La perdono para poder olvidarla y seguir adelante».

Aunque el perdón puede tener beneficios terapéuticos, perdonar solo para obtenerlos no es auténtico. Es otro movimiento defensivo vestido de piedad, destinado a apartar del camino al ofensor. Pero el perdón verdadero no es egoísta. Su objetivo es la reconciliación, busca lo mejor para la parte ofendida: su arrepentimiento y la restauración de la relación en la medida de lo posible (puede que queden algunas consecuencias).

Quienes argumentan que el perdón requiere arrepentimiento no dicen que la impenitencia del ofensor nos permite guardar rencor. Insisten en que debemos hacer el difícil trabajo interno que prepara nuestros corazones para perdonar. Debemos cultivar una actitud de perdón, ofreciendo incondicionalmente el perdón a todos los culpables. Decimos a todos los ofensores que estamos dispuestos a pagar su deuda moral si asumen lo que hicieron. Sin embargo, no les perdonamos de una vez; no decimos las palabras «te perdono» hasta que se arrepientan.

El perdón (interno) no requiere arrepentimiento

Otros teólogos se fijan en estos dos pasos del perdón —el trabajo interno del corazón y el externo apretón de manos— y recomiendan que el término «perdón» se utilice para ambas partes. Tim Keller los llama perdón «interno» y «externo», y David Powlison dice que son perdón «actitudinal» y «transaccional».

Ambos están de acuerdo en que la etiqueta «perdón» se utiliza adecuadamente para la primera etapa —la angustiosa tarea de liberar la deuda moral del ofensor en el corazón— y que esto debe ocurrir tanto si el ofensor se arrepiente como si no. Jesús oró desde la cruz: «Padre, perdónalos» (Lc 23:34), y Esteban oró por sus verdugos: «Señor, no les tomes en cuenta este pecado» (Hch 7:60), así que debemos perdonar a todos en nuestros corazones. Don Carson está de acuerdo con Keller y Powlison en principio, pero utiliza «perdón» para la primera etapa y «reconciliación» para la segunda.

El punto de vista de Carson sobre el perdón coincide con su comprensión de la expiación. Así como la muerte de Jesús es suficiente para todos y eficaz para los elegidos que de ese modo creen, el perdón de todos solo se aplica a quienes lo reciben y se reconcilian. Este enfoque en dos etapas es similar a la noción luterana de justificación «objetiva» y «subjetiva». Objetivamente, Dios declara al mundo inocente por la muerte de Jesús, pero subjetivamente esto debe aplicarse a cada persona mediante la fe salvadora.

Este enfoque evita los extremos de la amargura, por un lado, y de la gracia barata, por otro. No se nos permite guardar rencor; debemos perdonar interiormente toda ofensa. Pero no nos reconciliaremos ni concederemos el perdón hasta que el ofensor se arrepienta. El mundo no es demasiado oscuro: debemos perdonar siempre. Tampoco es demasiado liviano ni ligero: exigimos responsabilidad antes de la reconciliación.

Sin embargo, decir que debemos perdonar a todos de corazón plantea cuestiones importantes. ¿Cómo podemos perdonar a los ofensores impenitentes y evitar los peligros que Brauns señala más arriba? ¿No es el perdón sin arrepentimiento un intento terapéutico antibíblico que crea riesgos morales y no trata la ofensa con la seriedad moral que merece?

Un deposito del perdón

Propongo un enfoque modificado en dos fases que creo que resuelve estos problemas. En el caso de los ofensores que no se arrepienten, debemos perdonarlos pero no indultarlos o absolverlos. Esto parece extraño porque lo es. El pecado hace que las cosas sean extrañas. Los mismos pecadores que necesitan el perdón pueden estropear su arrepentimiento, entorpeciendo el camino que va de la confesión a la reconciliación. En tales casos, debemos separar los dos elementos normalmente unidos: el pago y el indulto.

Perdonar significa absolver a un delincuente pagando/absorbiendo su deuda moral.

Cuando un ofensor se arrepiente, está claro que debemos tanto pagar como absolver. Asumimos el costo moral por haber sido víctimas de un pecado y aseguramos al infractor nuestro perdón. Cuando el delincuente no se arrepiente por cualquier motivo —quizá es duro de corazón o ha muerto— debemos separar el pago de la absolución. No procedemos a absolverlo (no pasamos por alto sus ofensas) porque no se ha arrepentido, pero aún así debemos absorber el costo moral.

Durante una reunión de nuestra iglesia sobre el perdón, mi amigo Robert Wynalda III sugirió que lo que hacemos es emitir un cheque moral a nombre del infractor y depositarlo en una cuenta de depósito moral, a la que podrá acceder cuando se arrepienta.

Esta solución debería satisfacer a quienes insisten con razón en que el perdón requiere arrepentimiento, porque el indulto y la absolución está condicionado a que la persona se declare en bancarrota moral. Sin arrepentimiento, no hay indulto.

Y debería satisfacer a quienes insisten con razón en que la impenitencia del ofensor no es excusa para guardar rencor, porque hacemos algo más que preparar nuestros corazones para perdonar. Hacemos algo más que estar dispuestos a pagar, con la pluma sobre la chequera moral. Escribimos el cheque. Pagamos la deuda. Ya no está en nuestras manos. Ya no es asunto nuestro.

Esta solución ofrece a los consejeros una forma práctica de ayudar a quienes luchan con la amargura. El perdón no suele ser un acto aislado, sobre todo cuando se trata de heridas profundas. ¿Qué pasaría si diéramos a los afectados chequeras físicas para que pudieran extender cheques a cuentas imaginarias, a nombre de los ofensores, por la cantidad que consideran que les han hecho daño? De este modo, pagarían pero no indultarían todavía el costo moral de las ofensas. Evitarían tanto la amargura como la gracia barata, y tratarían tanto las ofensas como el mandato de Dios de perdonar con la seriedad moral que cada uno merece.

Una ilustración

Para ilustrarlo, pensemos en una mujer cuyo esposo la ha abandonado por otra mujer. Es comprensible que la esposa abandonada caiga en la ira, los celos y la amargura. Pero no sucumbe. Por la gracia de Cristo, ella se abre camino a través de la espesura del resentimiento, absorbe el costo de ser ofendida al escribir cheque tras cheque a nombre de su esposo, hasta que finalmente es libre. Ya no guarda rencor por la ofensa de su esposo. Deja de criticarlo delante de sus hijos. Ha pagado, pero aún no lo ha indultado y absuelto. Ha sido liberada, pero él todavía no.

La liberación de él solo llega con su arrepentimiento. Años después, el esposo infiel confiesa su pecado a su esposa con lágrimas en los ojos. Reconoce el daño hecho a ella y a sus hijos y lo repara en la medida de lo posible. Ella le dice que lo perdona. Quedan muchas consecuencias, como años perdidos, confianza quebrantada y una familia destrozada. Pero su asombrosa deuda moral queda borrada.

Un último punto, y es importante. Al extender el cheque moral, recuerda que no es nuestro dinero. No tenemos los recursos para perdonar, especialmente por ataques personales a sangre fría. Nuestro Padre no espera que fabriquemos la gracia que paga la deuda moral. Sí nos exige que recurramos a la dotación que Él nos ha proporcionado generosamente.

No somos generadores de perdón. Somos meros distribuidores, que enviamos el dinero duramente ganado con la sangre de nuestro Salvador a quienes más lo necesitan.


Mike Wittmer es profesor de teología sistemática en el Seminario Teológico de Grand Rapids y autor de varios libros

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