Breves reflexiones de un teólogo latinoamericano en el exterior

Clásicamente, la doctrina de la providencia es concebida dentro la tradición cristiana como un acto de amor divino que explica la manera como el decreto eterno del Dios trino es actualizado en la historia para el gobierno y la preservación del universo y todo lo que en él subsiste. El anterior concepto, por definición, implica que Dios no solo sostiene y conduce el universo camino a la culminación gloriosa a cumplirse en los tiempos finales, sino que también determina soberanamente los medios por los cuales su plan eterno es llevado a cabo. Nada acontece por casualidad. Lo anterior introduce unas breves reflexiones personales que involucran la manera como hoy concibo la experiencia personal de haber recibido mi educación teológica fuera de mi país de origen a través de todos estos años. El objetivo primordial de esta corta columna no es la de discutir propiamente el aspecto meramente técnico o académico de cursar estudios formales en ciencias bíblicas o teología fuera de Latinoamérica, sino la de compartir con los lectores algunos de los elementos que han sido notorios en la manera providencial en la que Dios ha llevado a cabo su plan en este particular proyecto.

Cuando en el año 2000 salí de mi país de origen rumbo a Canadá, no me imaginé que trece años después estaría escribiendo públicamente sobre este peregrinaje, mucho menos que lo estaría haciendo desde otro continente, y menos aún que lo haría después de haber cambiado de profesión y con un par de miembros más en casa. Hoy, en retrospectiva, estoy convencido de que no existe coincidencia o fortuna en mi peregrinación y que, por el contrario, hago lo que hago como consecuencia de aquel que por medio del profeta anunció,  “Así será mi palabra que sale de mi boca, no volverá a mí vacía sin haber realizado lo que deseo, y logrado el propósito para el cual la envié” (Is. 55:11 NBH).

Nada de lo anterior puede llevarnos a concebir un concepto de providencia divina donde los obstáculos, los fracasos, y los sufrimientos dejen de existir, en virtud de una idea errada del amor de Dios y/o de nuestra devoción a la obra de expandir su Reino cualquiera que sea nuestra labor. El evangelio bíblico —a pesar de lo que hoy muchos afirman—  no ilustra la vida del creyente en oposición a las vicisitudes de una creación que espera su redención final. Por el contrario, el dolor hace parte de los medios por los cuales Dios nos estructura, nos fortalece, nos hace dependientes de su gracia, nos lleva a reconocer nuestra finitud y, por encima de todo, nos hace partícipes de los sufrimientos de Cristo  (cf. 2 Co. 1:71 P. 1:6-8). La promesa para el creyente no consiste en alcanzar prosperidad material o poseer una salud inquebrantable, sino en afirmar nuestra seguridad en que la bondad de Dios y su cuidado providencial estarán de constante con nosotros en medio de nuestras muchas debilidades.

Considero que Dios me ha llamado por su gracia para estudiar los elementos que fundamentan la fe cristiana, y es mi convicción que este llamado ha sido reafirmado por medio de la manera providencial como él me ha equipado para poder hacerlo. Sería imposible enumerar las diferentes maneras en las que Dios ha manifestado su gracia en todos estos años de peregrinaje fuera de mi país. Basta con decir que sin contar con los abundantes recursos financieros necesarios para estudiar en el exterior, Dios ha provisto;  sin contar con el respaldo de la iglesia en mi país, Dios ha puesto gracia en otros lugares; sin tener una inteligencia mayor a la promedio, Dios ha instruido; sin poder disfrutar de la compañía de nuestras familias, Dios ha consolado; sin ser merecedores de nada, Dios nos ha dado en abundancia.

Ser teólogo es entonces primeramente el cumplimiento de una convocación divina y, en ese sentido, excluye que todos tengamos el mismo llamado. Adicionalmente, esta vocación al estudio de la doctrina es también una necesidad para la comunión de los santos. No existe un solo periodo de la iglesia donde esta haya estado separada de una estructura teológica en particular, ya sea para la afirmación de la doctrina bíblica o para aceptar y sucumbir ante la herejía. En otras palabras, no existe tal cosa como “cristianismo sin doctrina” en virtud a que toda concepción cristiana es fruto de una teología particular, sea esta buena o mala. En un sentido positivo, el teólogo funciona como un agente profético de Dios en el sostenimiento de la iglesia por medio de la articulación racional del contenido doctrinal que está revelado en las Escrituras. Este estudio abarca al menos dos dimensiones, una espiritual y otra terrenal. La primera es intuitiva, esto es, la teología es un ejercicio santo de la razón que se realiza en dependencia del Espíritu de Dios por medio de la oración. La segunda dimensión, hoy menos intuitiva, implica que la teología como otra ciencia apela al buen uso de la razón y depende de un entrenamiento adecuado y calificado.

Este segundo punto me conduce a comentar sobre una anomalía que se ha proliferado en muchos círculos dentro de nuestras iglesias en Latinoamérica, y que se hace más evidente al estudiar desde fuera. Este fenómeno se ha generado como consecuencia, al menos en parte, de un desbalance conceptual entre las dos dimensiones que acabo de mencionar con respecto a la teología. Si bien la mayoría de creyentes aceptan la dimensión espiritual de la teología, esta misma mayoría rechaza, o de manera práctica niega, la dimensión científica de la misma. Para muchos creyentes la teología no es una ciencia en el sentido estricto de la palabra, y esto se expresa en el poco o inexistente aprecio por la educación formal teológica. El número de instituciones que, sin ningún aval académico, ofrece títulos de toda índole en teología (desde licenciaturas hasta doctorados) crece de manera preocupante en Latinoamérica. Lo anterior justifica el estereotipo de anti-intelectualismo creado en referencia a los grupos religiosos conservadores y, por ende, perpetúa el desprestigio de las iglesias protestantes evangélicas en círculos seculares de la sociedad. Además, con esto se genera un desinterés por la instrucción profesional en teología al interior mismo de la iglesia. El daño es visible en varios flancos; por ejemplo, se ha afectado substancialmente la loable labor de algunas instituciones que por años han volcado sus esfuerzos por formalizar sus programas teológicos. Por otro lado, este desprecio a la formación académica formal del teólogo ha reducido el titulo “teólogo(a)”  a un estado meramente de estatus al interior de la iglesia, sin que exista una relación directa entre el título conferido con las capacidades esperadas del mismo(a) para el ejercicio que este supone dentro y fuera de la iglesia. Finalmente, en este punto aclaro que la crítica no debe apuntar contra la educación informal en teología; debemos apoyar sinceramente todo intento para que la iglesia latinoamericana se edifique en la palabra, pero esto no debe hacerse a expensas del despojo de una convicción histórica dentro del protestantismo: respeto y valoración por la academia.

La situación de la iglesia evangélica en Latinoamérica pasa por un momento clave para su desarrollo y permanencia a futuro. Atrás quedaron los años donde la presencia de misioneros extranjeros de denominaciones históricas era numerosa y prácticamente fundamental para el establecimiento de la iglesia evangélica en Latinoamérica. Si bien el trabajo de estos hombres y mujeres sigue siendo de incalculable valor para la comunidad protestante en el cono sur del continente, con el pasar de los años líderes autóctonos han comenzado a recibir la responsabilidad de dirigir las iglesias, y con ello se ha marcado una natural independencia frente a aquellos que plantaron la semilla décadas atrás. Necesitamos entonces obreros para continuar la obra: pastores, ancianos, músicos, y teólogos, entre otros. Pero no cualquier clase de obreros. Estos deben operar en “espíritu y en verdad” (Jn. 4:23); creyentes genuinos que impacten futuras generaciones y tengan un testimonio real frente al mundo, pero también creyentes con una vocación seria y estructurada en los talentos que Dios ha otorgado.  De esta manera podremos consolidar una iglesia evangélica hispana robusta que honre su pasado y que brille con luz propia hacia el futuro, quizás incluso para devolver el favor de antaño y ser enviados por el mundo para comunicar las buenas nuevas a las generaciones nuevas de aquellos que un día nos evangelizaron a nosotros.

Para aquellos que piensan estudiar teología seriamente, la invitación es primeramente a definir en oración el sentido real de la vocación. Descubrir si en realidad esa es la pasión que Dios ha comenzado a revalidar para nuestro futuro (el consejo de hombres y mujeres sabios en este punto no tiene precio). Segundo, evaluar crítica y objetivamente las realidades que acompañan a este llamado. Y, finalmente, honrar el llamado siendo consecuente con el trabajo y el precio a pagar para ser teólogos y/o maestros al servicio de la Iglesia de Dios.


Julián Gutiérrez es un colombiano que reside en Escocia donde actualmente es candidato al título de PhD en Teología Sistemática en la Universidad de Aberdeen. Anteriormente, Julián completó con honores un MTh en Teología Sistemática, de la misma universidad donde cursa su doctorado, y un MA en Teología en Talbot School of Theology (Biola University) en USA. Julián y su familia, su esposa Diana y sus hijos Vivian (7) y Andrés (4), son miembros de la iglesia presbiteriana Bon Accord Free Church of Scotland en la ciudad de Aberdeen.

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