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Del oro olímpico al sacrificio misionero: El legado de Eric Liddell cien años después

En 2004, el atleta chino Liu Xiang ganó la gloria olímpica para su nación como medalla de oro en los 110 metros con vallas. Tras su victoria, fue reconocido como el primer campeón olímpico de atletismo nacido en China. Desde el punto de vista de su nacionalidad, puede que sea cierto. Sin embargo, si vamos a Weifang, en Shandong, encontraremos un monumento a otro hijo de China que ganó la medalla de oro de atletismo ochenta años antes.

Ese monumento marca el lugar donde fue enterrado Eric Liddell. Liddell era hijo de misioneros escoceses y compitió en los Juegos Olímpicos de París 1924 por el Reino Unido. Pero Liddell nació en Tianjin (China) y murió en un campo de internamiento japonés cerca de Weifang durante la Segunda Guerra Mundial. Su foto está montada allí en una farola, y una gran lápida de granito lleva inscritos sus logros. En la excelente biografía de Liddell escrita por Duncan Hamilton, él califica esto como un«homenaje comunista a un cristiano, un hombre al que China considera con orgullo su primer campeón olímpico».

Campeón olímpico

Hay muchas razones para recordar a Liddell. Con motivo del centenario de los Juegos Olímpicos de París 1924, recordamos su triunfal victoria en los 400 metros.

Esa historia comienza en su rivalidad con el también velocista británico Harold Abrahams, ya que ambos llegaron a los Juegos Olímpicos como favoritos tanto en los 100 metros como en los 200 metros. Sin embargo, Liddell abandonó una eliminatoria de los 100 metros porque se corría en domingo (una carrera que Abrahams ganó más tarde). La decisión de Liddell de saltarse esas carreras por sus convicciones religiosas quedó inmortalizada en la película Carros de fuego.

La vida cristiana es una carrera que no solo hay que empezar, sino que también hay que correr con perseverancia hasta el final

 

Crecí amando esa película, la visión de un hombre que se mantuvo firme en su fe y aun así emergió como un campeón. El personaje de Liddell dice: «Creo que Dios me hizo con un propósito, pero también me hizo rápido. Cuando corro, siento Su placer». Muchos jóvenes cristianos se han sentido inspirados por el hecho de que, para Liddell, incluso el atletismo era un lugar de adoración.

Misionero a China

Quizá un motivo aún mayor para recordar a Liddell sea su decisión de dejar a un lado su carrera atlética por un llamado más elevado. Tras regresar del triunfo olímpico en París con una abrumadora adulación popular, sorprendió a todos al anunciar su intención de regresar a China como misionero.

En una época en la que el deporte era cada vez más popular en Gran Bretaña, muchos sostenían que podía llegar a más personas en su país que en el extranjero. De hecho, el domingo siguiente a su regreso de París para predicar en una iglesia escocesa, las bancas estaban llenas. Liddell predicó sobre el Salmo 119:18: «Abre mis ojos, para que vea / Las maravillas de Tu ley».

Era posible que quedarse en Gran Bretaña y continuar con su carrera atlética encajara a la perfección con el deseo de Liddell de predicar el evangelio. Cuando le preguntaban por qué renunciaría a semejante oportunidad, respondía simplemente: «Porque creo que Dios me hizo para China». El verano siguiente, viajó por tierra en el ferrocarril transiberiano desde Europa hasta China a través de Rusia. Allí serviría durante veinte años como misionero.

Siervo fiel

Sin duda, la mayor razón para recordar a Liddell es la forma en que terminó su vida. Con la invasión japonesa presionando aún más en China en 1944, su esposa y sus dos hijas (y otra en camino) fueron enviadas al extranjero para evitar el peligro. Mirando hacia atrás, la Sociedad Misionera de Londres probablemente debería haber enviado a todos los misioneros, pero Liddell estaba convencido de que debía quedarse.

Liddell pudo ejercer su ministerio durante muchos meses, hasta que finalmente fue detenido junto a otras dos mil personas y trasladado a un campo de internamiento en Weixian (la moderna ciudad de Weifang). Incluso allí, su ministerio floreció. A pesar de las terribles condiciones y de la muerte a su alrededor, se volcó en el ministerio hacia los jóvenes del campo. Langdon Gilkey escribe:

El hombre que más que nadie trajo la solución del problema de la adolescencia fue Eric… Es muy raro que una persona tenga la suerte de conocer a un santo, pero él estuvo tan cerca de serlo como nadie que yo haya conocido. A menudo, durante las tardes de aquel último año, pasaba por la sala de juegos y me asomaba para ver qué habían cocinado los misioneros para los adolescentes. A menudo, Eric estaba inclinado sobre un tablero de ajedrez o una maqueta de barco, o dirigiendo algún tipo de baile, absorto, afectuoso e interesado, volcándose por completo en este esfuerzo por captar las mentes y la imaginación de aquellos jóvenes encerrados.

Es el retrato de un misionero trabajando fielmente. En ese momento, Liddell ya sufría físicamente el tumor cerebral que acabaría quitándole la vida. Pero seguía comprometido con el ministerio a otros: dirigiendo estudios bíblicos, consejería y realizando trabajo físico para satisfacer necesidades prácticas. Así continuó hasta el 21 de febrero de 1945, cuando murió.

Terminando la carrera

El apóstol Pablo escribió sobre el final de su propia vida como el final de una carrera: «He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, he guardado la fe» (2 Ti 4:7). Al hacerlo, exhortó a Timoteo —y a todos nosotros— a darlo todo hasta la meta. La vida cristiana es una carrera que no solo hay que empezar, sino que también hay que correr con perseverancia hasta el final. La forma en que terminamos habla muy alto del objeto de nuestra fe.

Cuando veas los Juegos Olímpicos de este verano en París, piensa no solo en la gloria olímpica que Liddell ganó allí hace cien años. Piensa en su amor por China, que le llevó a dejar el atletismo por su llamado allí. Sobre todo, piensa en su amor por Cristo, que le llevó hasta el final de su carrera.


Publicado originalmente en The Gospel CoalitionTraducido por Eduardo Fergusson.

Mark Collins es un pastor que lleva desde 1998 trabajando para plantar y hacer crecer iglesias sanas en Asia Oriental. Él y su esposa, Megan, viven allí con sus cinco hijos, aunque él es originario de Fairfax, Virginia.

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