Vida Cristiana

¿Quieres crecer en santidad? Elimina esta pregunta de tu vocabulario.

«Bueno, chiquitín, bienvenido a la familia». Mi esposo dejó la silla de bebé sobre el suelo de la sala y se sentó frente a ella para mirar al pequeño fijamente. «Nos encanta tenerte por acá, de verdad. Pero antes de seguir adelante debemos dejar en claro las reglas de la casa».

El bebé empezaba a cerrar los ojos para perderse en un sueño. «No, no. Pon atención: He preparado una serie de panfletos de las cosas que puedes y no puedes hacer como miembro de esta familia. Tienen dibujos muy lindos. Espero entiendas que todo esto es por tu bien y el de todos los demás. Si tienes cualquier pregunta no dudes en dejarme saber. Estoy aquí para guiarte». El bebé se removió incómodo en la silla y rompió en llanto. «Ya, ya. Todo estará bien. Te explico la primera regla…».

Espero que no te haya tomado mucho tiempo comprender que lo anterior jamás sucedió. No tenemos panfletos ilustrados para bebés con las reglas de la casa. Tampoco pretendemos que un recién nacido comprenda desde el primer día todo lo que se espera de los miembros de nuestra familia. Si bien cualquier padre reconoce lo importante de instruir a nuestros niños en la disciplina y el temor del Señor, es una locura imaginar que lo primero que haremos con nuestros hijos al recibirlos en casa es darles una serie de lecciones de las cosas que pueden y no pueden hacer.

Pero esto no aplica solo para los recién nacidos. Nuestro hijo mayor llegó al hogar a los nueve años, a través de la adopción. Sus primeros días en casa no consistieron en un curso de inducción para ser un «buen Esquer Ávila». La prioridad era conocernos y mostrarle que era amado y bienvenido. La prioridad era dejarle claro que sus necesidades serían satisfechas. La prioridad era empezar a construir una relación.

¿El cristianismo como curso de inducción?

Resulta tristísimo ver que, en demasiadas ocasiones, la prioridad del amor que naturalmente reconocemos en nuestras familias no se percibe en la familia de la fe. De alguna manera, muchos han internalizado la idea de que integrarse a la familia de Dios consiste principalmente en pasar por un curso de inducción que incluye todas las cosas que debemos y no debemos hacer una vez que hemos decidido seguir a Jesús.

Algunos viven permanentemente en este «curso de inducción» con el miedo de reprobarlo: han reducido el cristianismo a una gran lista de las cosas que debemos hacer (leer la Biblia, orar, ir a la iglesia) y cosas que no debemos hacer (decir mentiras, tener sexo fuera del matrimonio, chismear). «Soy cristiano porque hago estas cosas y no hago aquellas cosas».

Cristo se entregó y fue colgado en una cruz para ofrecernos lo que nosotros jamás pudimos haber conseguido: una relación de comunión íntima con Dios

 

Después de un tiempo, sin embargo, muchos nos damos cuenta de que los dilemas del día a día no siempre son fáciles de clasificar en los dos grandes grupos que hemos creado. ¿Puedo escuchar música secular? ¿Y si me pongo un tatuaje? ¿Está bien que vaya a ver esa película? ¿Debería salir a tomar café con ese compañero de trabajo? Sin darnos cuenta, empezamos a pensar: «Bueno, si esto no va claramente en la cubeta de “cosas que no hacen los cristianos” entonces puede ir en la cubeta de “cosas que hacen los cristianos”».

Solemos decirlo con la siguiente pregunta: «¿Qué tiene de malo?».

Creados para más

El «¿qué tiene de malo?» es con frecuencia un síntoma de habernos conformado con la versión «curso de inducción» al cristianismo. Queremos que alguien actualice la lista de «cosas que hacen los cristianos» y nos dé permiso para hacer eso que no estamos seguros si deberíamos hacer.

Pero Jesús murió por algo inconcebiblemente mejor para nosotros: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (Jn‬ 17‬:3‬). Cristo se entregó y fue colgado en una cruz para ofrecernos lo que nosotros jamás pudimos haber conseguido por nuestros propios medios: una relación de comunión íntima con Dios. Pasamos de enemigos a amigos, de hijos de ira a hijos de Dios, de extraviados a encontrados. Eso es el cristianismo. Somos ahora y para siempre miembros de la familia de Dios. Absolutamente nada nos puede separar de Su amor.

Eso es lo que nos cambia para siempre y nos impulsa a vivir de manera diferente. Pablo escribió que al contemplar la gloria de Dios, al disfrutar de esa comunión que Cristo hizo posible en la cruz, somos transformados de gloria en gloria a Su imagen (2 Co 3:17-18). «Sean santos, porque Yo soy santo», dice el Señor (1 P 1:16). Vivimos diferente porque ahora somos Suyos y queremos deleitarnos en lo que Él se deleita.

¿Cómo me llevará hacer esto o dejar de hacer aquello a conocer más a Dios y deleitarme en Él a través de las cosas que Él ha creado?

 

Cuando entendemos eso, nos damos cuenta de lo patético que resulta vivir preguntándonos: «¿Qué tiene de malo hacer X cosa?». Sin darnos cuenta, estas palabras a menudo revelan que lo que más nos importa no es crecer en comunión con el Padre ni vivir en nuestra identidad como hijos; lo que queremos es pasar «el curso de inducción» o que nadie nos quite el diploma que hemos ganado después de «portarnos bien» tantos años. Lejos de buscar ser cada vez más como Jesús, intentamos averiguar qué tan lejos podemos llegar en hacer lo que nos venga en gana sin perder nuestra reputación de «buenos cristianos» delante de los que nos rodean.

Una pregunta mejor

Si queremos crecer en santidad, por amor a Dios y buscando cultivar nuestra comunión con Él, la pregunta que primero debemos hacernos no es «¿qué tiene de malo?», sino «¿qué tiene de bueno?». ¿Cómo me llevará hacer esto o dejar de hacer aquello a conocer más a Dios y deleitarme en Él a través de las cosas que Él ha creado? ¿Me estimula esto a la piedad o estorba mi enfoque en las cosas eternas?

Fuiste salvado para ser santo, no para cumplir con una lista de requisitos para el «buen cristiano». Procura la santidad cada día al deleitarte y contemplar al Señor a través de todo lo que haces. Convierte el «qué tiene de malo» en «qué tiene de bueno» y regocíjate en caminar cada día en respuesta al amor del Padre.


Ana Ávila es escritora senior en Coalición por el Evangelio, Química Bióloga Clínica, y parte de Iglesia El Redil. Es autora de «Aprovecha bien el tiempo: Una guía práctica para honrar a Dios con tu día» y «Lo que contemplas te transforma». Vive en Guatemala junto con su esposo Uriel y sus hijos. Puedes encontrarla en YouTubeInstagram y Twitter.

Acerca del Autor

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