Vida Cristiana

La obediencia dolorosa de pedir perdón a mis hijos

Había sido un día largo y me sentía cansado como para lidiar con las conductas normales de una niña de ocho años: mi hija de repente estaba «tan exhausta» que ya no podía limpiar la mesa después del almuerzo. Ante sus quejidos y gemidos, que expresaban su falta de disposición para cumplir con sus deberes, mi paciencia se agotó. En un momento de debilidad y motivado por mi propio cansancio, respondí de manera sarcástica con un dardo sutil diseñado para cambiar su conducta, en el que utilizaba la vergüenza como munición. 
La actitud de mi hija comunicaba su propio cansancio y frustración. En vez de abordar la situación con curiosidad y comprensión, reaccioné desde mi propia frustración. El resultado fue que avergoncé a mi pequeña hija, porque quería lograr que hiciera lo que yo quería en el tiempo que yo consideraba pertinente.

Aprendiendo a pedir perdón

Como padres muchas veces tenemos una agenda para nuestros hijos que se basa en nuestros deseos de ver que tengan lo mejor. En mi caso, más que cosas materiales, busco desarrollar sus capacidades emocionales, intelectuales, sociales y espirituales. Anhelo que mis hijos conozcan el evangelio y que sepan lo amados que son, pero también quiero que sean personas capaces y empoderadas para cumplir con sus deberes.

Para lograr esto último, no puedo permitir que evadan sus deberes solo porque no tienen ganas de hacerlos. Aún así, estoy consciente de que incluso yo, como adulto, tengo días frustrantes donde me cuesta hacer las cosas que tengo que hacer. En esos días sé que lo último que necesito es a una persona que me lance indirectas y frases sarcásticas para hacerme sentir peor.

Mi hija salió corriendo, con los ojos llenos de lágrimas y su rostro enojado. Echó llave a la puerta de su habitación y a la de su corazón también. Una parte de mi quería romper la puerta para obligarla a escuchar y hacerle entender mi punto de vista, como si mi forma de hacerla sentir mal era para su bien. Pero decidí respirar profundo, dar la vuelta y esperar unos veinte minutos antes de hablarle.

Por la gracia que he recibido, puedo criar a mis hijos desde la fortaleza de la gracia y no desde la debilidad del orgullo
 
Mi mente comenzó a generar varias interpretaciones, justificaciones y análisis del escenario que acabábamos de vivir. La mayoría de mis pensamientos me confirmaban que mis comentarios sarcásticos eran justificables o, por lo menos, no tan graves como para causar una reacción tan exagerada. Cuán engañoso es el corazón… Con todo, mientras todavía pensaba, recordé el evangelio. Consideré la gracia que he recibido y que, ahora, puedo criar a mis hijos desde la fortaleza de la gracia y no desde la debilidad del orgullo.

Así que, cuando pasaron los veinte minutos, entré a la habitación de mi hija explicando que quería decir algo rápido. Gracias al Espíritu Santo, me agaché para estar cerca de ella y viéndola a los ojos, confesé mi pecado y le pedí perdón. Admití que le había hecho comentarios sarcásticos y eso nunca está bien. Le dije que no había sido bondadoso y que no le mostré el amor humilde que mi Salvador me ha modelado. 

Ella no respondió, pero los días que siguieron revelaron la fortaleza de la conexión emocional que ese acto de pedir perdón había logrado. Ella me comenzó a buscar más, me hablaba de sus emociones y experiencias y mostraba una confianza más profunda de la que antes había tenido.

Pedir perdón refleja el evangelio

Cuando hay una ruptura en una relación, nuestra tendencia humana es a defendernos y concluir que la otra persona tiene más culpa y que, por lo tanto, no necesitamos pedir perdón. Pero, aunque tengamos el 1 % de la culpa, seguimos siendo responsables por ese porcentaje y debemos pedir perdón. El pecado es pecado y no ganamos nada al comparar nuestro pecado con el de alguien más. 
Necesitamos del Espíritu Santo para producir el fruto correcto, también en la relación con nuestros hijos, pues pedir perdón de forma genuina requiere bondad, humildad y paciencia (Gá 5:22-23).

Además, pedir perdón, aparte de modelar humildad, es una manera saludable de vivir cualquier relación, ya que construimos las relaciones en la dinámica valiosa de la reconciliación. Sin embargo, aunque muchas veces pecamos contra nuestros hijos, por estar ofendidos o buscando corregir su conducta, minimizamos nuestras faltas y olvidamos que seguimos siendo los responsables de reconocer nuestros pecados y buscar la reconciliación.

Necesitamos del Espíritu Santo para producir el fruto correcto, pues pedir perdón de forma genuina requiere bondad, humildad y paciencia
 
A los padres que consideran que es una debilidad pedir perdón a sus hijos y que este acto disminuiría su autoridad como padres, les pregunto: ¿sobre cuáles bases está construida su autoridad? La influencia que tenemos como padres brota de la conexión que mantenemos con nuestros hijos. Además, nuestra autoridad dada por Dios no se puede restar por obedecer Su Palabra, en este caso, confesar nuestro pecado y pedir perdón (Stg 5:16Lv 5:5).

Si piensas que has llegado a un punto como padre en el que ya no necesitas pedir perdón, medita en la forma en que Jesús se humilló hasta el último momento de Su vida para mostrar un amor eterno que conoce el sacrificio y el gozo duradero (Fil 2:1-11).

El camino para lograr una conexión genuina y profunda con nuestros hijos está marcado por la humildad y el hecho de pedir perdón mantiene nuestros corazones humildes. Asimismo, pedir perdón, además de mantener la conexión emocional viva y real con nuestros hijos y de recordarles que nuestro estándar es Jesús, nos permite exponerles el evangelio, pues mientras imitamos la humildad de Cristo, también les enseñamos a acudir a Él cuando fallamos para encontrar perdón y transformación.

David McCormick es el Director Ejecutivo de la Alianza Cristiana para los Huérfanos, y padre de cuatro hijos: tres biológicos y uno del corazón. Siendo psicólogo graduado en Canadá, se ha especializado en el apego, estilos de crianza, trauma y liderazgo parental. David ha dedicado su vida a la niñez y adolescencia en estado de vulnerabilidad, trabajando para que cada uno de ellos pueda contar con una familia permanente y amorosa.

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