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La ley del pecado y la gracia de Cristo

Este es un fragmento adaptado del libro El enemigo que llevas dentro: Una exposición clara y honesta sobre el poder y la derrota del pecado (P&R, 2024), por Kris Lundgaard.


Si queremos tener victoria sobre la carne, tendremos que seguir a Pablo en la batalla. Cuando lo hacemos, descubrimos las mismas cuatro verdades que lo hicieron humilde en medio de la lucha, expresadas todas en un solo versículo:

«Así que, queriendo yo hacer el bien, hallo la ley de que el mal está presente en mí» (Ro 7:21).

El pecado que habita en nosotros es una «ley»

La «ley» a la que Pablo se refiere es lo mismo que él llama «el pecado que habita en mí» (v. 20) y la «ley en los miembros de mi cuerpo» (v. 23). Este es el pecado remanente al que nos referimos. ¿Por qué, pues, lo llama una ley?

Pablo usa la ley como una metáfora. El término ley expresa el poder, la autoridad, la atadura y el control que el pecado manifiesta en nuestra vida y, además, tiene un toque de ironía. Desde antes en este capítulo, ha escrito sobre la ley de Dios, que debería gobernar nuestra vida; sin embargo, es la ley del pecado lo que parece ganar muchas de las batallas frente a frente ¿acaso pudo escoger un contraste más sorprendente para describir la fuerza letal del pecado?

Meditemos en esta metáfora durante un momento. Podemos pensar en la ley como una regla moral que dirige y manda que hagamos lo que requiere («Honra a tu padre y a tu madre») o que no hagamos lo que prohíbe («No pasar»). Una ley también nos mueve a obedecer al ofrecernos una recompensa («para que tus días sean prolongados en la tierra») o bien nos obliga a someternos mediante amenazas de castigo si desobedecemos («Multa de quinientos dólares por violación de la propiedad privada»).

También podemos pensar en la ley en el sentido al que nos referimos cuando hablamos de las «leyes de la naturaleza». La gravedad, por ejemplo, nos conforma de forma perfecta a lo que nos «ordena». Es una ley, no como una idea o un precepto externo, sino como una fuerza que puede hacer que los objetos «obedezcan» su «voluntad». En este sentido, todo instinto y tendencia en nosotros es una ley. El hambre es una ley, como también lo son la sed, el deseo sexual y el temor. Todas estas nos incitan a cumplir sus exigencias y nos mueven por la fuerza a someternos a ellas.

El pecado inherente funciona precisamente de esta manera: nos seduce, nos amenaza y hasta nos hostiga. Por lo tanto, Pablo lo llama una ley para hacernos ver que tiene un gran poder, incluso en la vida de los creyentes, y que obra de forma constante para conformarnos a su molde malvado.

Esto exige la pregunta: «¿En qué sentido ha derrotado Cristo el pecado en el creyente?». La respuesta es que ha derrocado su gobierno, debilitado su poder y hasta extraído su raíz, de manera que no puede producir fruto de muerte eterna en un creyente. Sin embargo (y esto es asombroso, pero verdadero), el pecado es el pecado; su naturaleza y propósito no cambian; su fuerza y su éxito intentan controlarnos.

Existe una analogía entre nuestra santificación y la venida de Cristo a la tierra. En Su primera venida, instauró el reino, de manera que ya está reinando, ha derrotado al dios de este siglo y está sentado en el trono a la diestra del Padre. Sin embargo, la oposición continúa y la batalla sigue constante. En Su segunda venida, consumará el reino y eliminará de él a todos Sus enemigos. De manera similar, nuestro nuevo nacimiento es la primera venida de Cristo al alma: Él reina en verdad en nuestro corazón, pero el enemigo derrotado permanece y la batalla continúa. Nuestra glorificación después de la muerte es la segunda venida de Cristo al alma, cuando todo rastro de la ley del pecado será eliminado.

Hallamos esta ley presente en nosotros

Pablo había escuchado historias de terror sobre el pecado toda su vida. Había visto incontables dedos huesudos apuntados hacia su cara que le advertían del poder del pecado. No obstante, en Romanos 7:21, avanza de la cómoda teoría a una experiencia desconcertante: el halla que esta es una ley. Una cosa es sentarse en un grupo y hacer crítica de disertaciones sobre el pecado original; otra muy diferente es hallarse a uno mismo sometido por su fuerza y locura. Es una cosa sentarse a escuchar una conferencia sobre la forma en que el cáncer se extiende en el cuerpo y sobre sus efectos en él y sobre cómo llega el punto en el que ya no hay vuelta atrás, pero es muy diferente escuchar a tu médico decirte: «Tienes cáncer de páncreas de etapa IV».

Pocas personas comprenden en verdad la ley del pecado. Si más de nosotros lo hiciéramos, nos quejaríamos más de esta en nuestras oraciones, lucharíamos más contra ella y hallaríamos menos de su fruto en nuestra vida. Cuando encontramos esta ley en nosotros, el clamor de Pablo, «¿Quién me libertará?», resuena hasta en nuestros huesos.

Los creyentes son los únicos que pueden hallar la ley del pecado obrando en ellos. Los incrédulos no pueden sentirla. La ley del pecado es como un río embravecido que los mueve en su corriente; no pueden medir su fuerza porque se han rendido a la corriente y son arrastrados por ella. Sin embargo, los creyentes nadan contracorriente: se enfrentan de lleno con el pecado y luchan bajo su tiranía.

Hallamos esta ley en nuestro mejor momento

Pablo descubrió que esta ley obraba en él incluso cuando quería hacer lo correcto, no solamente en momentos de recaída e indiferencia a las cosas de Dios. Estaba consciente de ella incluso cuando más anhelaba servir a Dios, cuando su mente estaba puesta en obedecer a su Salvador y rey, cuando Cristo gobernaba en su corazón.

Aunque la ley del pecado obra desde adentro y embosca a los creyentes en sus mejores momentos, no es su dictadora. Por más poderosa que sea, no gobierna su corazón. Los creyentes marchan a un compás diferente; Pablo afirmó: «yo [quiero] hacer el bien» (Ro 7:21). Los creyentes desean agradar a Dios, darle gloria, servir a Su pueblo y dar honra a Su nombre. Por la gracia de Dios, el deseo de obedecerlo prevalece de forma normal en nosotros, aún a pesar de este traicionero enemigo que llevamos dentro.

Aunque la gracia de Dios prevalece en nosotros de ordinario, en esta vida nunca lo hace de forma perfecta (Gl 5:17). Incluso en nuestros momentos de más amor y humildad, un toque de orgullo se entromete para distorsionar nuestras obras más justas. Por lo tanto, debemos vivir en dependencia continua y absoluta de Cristo.

Juan describió el corazón del creyente renovado por Cristo y que está bajo Su gobierno: «Ninguno que haya nacido de Dios practica el pecado, porque la semilla de Dios permanece en él; no puede seguir pecando, porque ha nacido de Dios» (1 Jn 3:9, NVI). Las frases «practica el pecado» y «seguir pecando» significan hacer del pecado algo constante. El creyente tiene ahora una nueva naturaleza: «la semilla de Dios permanece en él». Esta nueva naturaleza no puede estar en paz con el pecado. Esto distingue a los creyentes en sus peores momentos de los incrédulos en sus mejores momentos. Incluso cuando el creyente cae y parece estar siendo atosigado por el tirano del pecado, su nuevo corazón aborrece el pecado y no puede estar en paz hasta que este es destruido. Sin embargo, incluso los incrédulos que parecen en la superficie ser bondadosos y respetables se entregarán al pecado si Dios quita Su gracia restrictiva; el Espíritu de Dios y el nuevo nacimiento son esenciales en la lucha contra el pecado.

Esta ley nunca descansa

Como la gracia de Dios gobierna en el corazón del creyente, nuestro deseo es hacer el bien. Podemos describir esto de dos maneras diferentes. Primero, tenemos un deseo general y constante de agradar a Dios (Ro 7:18). Segundo, hay momentos en que tenemos en mente una tarea específica que queremos realizar, como pasar tiempo en oración en privado o darle a Dios una décima parte de nuestro ingreso («queriendo yo hacer el bien», v. 21). La ley del pecado se opone a ambas cosas.

La «ley del pecado y de la muerte» está en constante lucha contra el anhelo general del creyente por agradar a Dios (vv. 14-15). Sin embargo, el pecado va más allá: cuando nos proponemos hasta el más pequeño servicio a Dios, el pecado nos ataca precisamente en ese punto («el mal está presente en mí», v. 21) y nos vuelve perezosos y distraídos cuando quisiéramos orar o tacaños y ambiciosos cuando quisiéramos dar.

¿No te sientes a veces como el Dr. Jekyll y el Sr. Hyde? Todo creyente que también es pecador (es decir, todo creyente) se siente a veces así. «Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne, pues estos se oponen el uno al otro, de manera que ustedes no pueden hacer lo que deseen» (Gl 5:17).

¿Quién me libertará?

Nuestra sabiduría

Estamos en el comienzo de nuestra guerra contra la carne. Entender estas cuatro verdades sobre el pecado inherente es equivalente a armarnos contra él. En nuestra lucha contra el pecado, solo hay algo más importante que entender que estas cuatro verdades: la gracia libertadora y justificadora de Dios, comprada por la sangre de Cristo a nuestro favor. La gracia de Dios en Cristo y la ley del pecado son las dos fuentes de toda nuestra santidad y pecado, de nuestro gozo y aflicción, de nuestro refrigerio y dolor. Si hemos de caminar con Dios y glorificarlo en este mundo, necesitamos afirmarnos en esta gracia en contra del pecado.

Supongamos que existe un reino que alberga dentro de sus murallas a dos grandes ejércitos en oposición. Los súbditos del rey están peleados; siempre discuten y planean fechorías contra el otro. Si el rey no es sabio, su reino terminará destruido. La ley del pecado y la ley del Espíritu de vida (Ro 8:2) son enemigos mortales en nuestro interior. Si no somos sabios en lo espiritual para administrar nuestra alma, ¿cómo no terminaremos hechos un desastre?

Sin embargo, muchos de nosotros vivimos en oscuridad e ignorancia respecto a nuestro propio corazón. Vamos al médico de forma rutinaria para revisión; escogemos lo que comemos y vamos al gimnasio cuatro veces por semana para mantener en forma nuestro cuerpo. No obstante, ¿cuántos prestamos la misma atención a la salud de nuestra alma? Si es importante vigilar y cuidar nuestro cuerpo, que pronto se convertirá en polvo, ¿cuánto más importante es proteger nuestra alma inmortal?

Es sabio conocer el pecado remanente, aunque sea humillante y desalentador, si tenemos el más mínimo interés en descubrir lo que agrada al Señor (Ef 5:10) y evitar todo lo que entristece al Espíritu Santo (Ef 4:30).


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