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La cruz desde cinco ángulos

¿Qué logra la cruz? ¿Por qué ocupa un lugar tan central en la mente de los escritores del Nuevo Testamento?

La Biblia nos da muchas respuestas maravillosamente ricas a estas preguntas. Estas son algunas, desde cinco ángulos distintos: la perspectiva de Dios, la perspectiva de Cristo, la perspectiva de Satanás, la perspectiva del pecado y nuestra perspectiva.

1. La perspectiva de Dios

En la Biblia, la ira de Dios es una función de Su santidad. Su ira o enojo no es la explosión de un mal genio o una incapacidad crónica para contener Su irritabilidad, sino más bien una oposición justa y de principio contra el pecado. La santidad de Dios es tan espectacularmente gloriosa que demanda Su ira contra aquellas de Sus criaturas que lo desafían, menosprecian Su majestad, se burlan de Sus palabras y obras, e insisten en su propia independencia, a pesar de que cada aliento que respiran, por no mencionar su propia existencia, depende de Su cuidado providencial.

Si Dios contemplara el pecado y la rebelión, se encogiera de hombros y murmurara: «Bueno, no me molesta demasiado. Puedo perdonar a esta gente. No me importa lo que hagan», seguramente habría algo moralmente deficiente en Él. ¿Acaso a Dios no le importan las atrocidades de Hitler? ¿Debería a Dios no importarle nada mi rebelión y tu rebelión? Si actuara así, acabaría por restarle importancia, mancharía Su propia gloria, mancillaría Su propio honor, ensuciaría Su propia integridad.

Es una verdad gloriosa que, aunque Dios está enojado con nosotros, en Su carácter mismo es un Dios de amor. A pesar de Su ira al percibir nuestra anarquía —ira que es una función necesaria de Su santidad—, Dios es un Dios amoroso y por lo tanto provee un medio para perdonar los pecados, uno que dejará la integridad de Su gloria sin mancillar. Él viene a nosotros en la persona de Su Hijo. Su Hijo muere como propiciación por nuestros pecados.

Muere para asegurar que Dios se vuelva favorable hacia nosotros precisamente en aquellas áreas en las que Dios se ha opuesto a nosotros en juicio e ira.

Pero esto es muy diferente a la propiciación pagana, porque Dios mismo ha proporcionado el sacrificio. En la propiciación pagana, nosotros ofrecemos sacrificios y los dioses son propiciados. En la Biblia, Dios es tanto el origen como el objeto del sacrificio propiciatorio. Él lo proporciona enviando a Su Hijo a la cruz; y al mismo tiempo, el sacrificio satisface Su propio honor y Su justa ira es apartada sin que Su santidad sea impugnada.

El apóstol Pablo escribe: «Dios exhibió públicamente [a Cristo] como propiciación por Su sangre a través de la fe, como demostración de Su justicia, porque en Su tolerancia, Dios pasó por alto los pecados cometidos anteriormente, para demostrar en este tiempo Su justicia, a fin de que Él sea justo y sea el que justifica al que tiene fe en Jesús» (Ro 3:25-26).

Observa cómo Pablo insiste repetidamente en que Dios envió a Su Hijo a la cruz «como demostración de Su justicia» —no simplemente para salvarnos—, así como para ser el que justifica a los que tienen fe en Su Hijo. La cruz une el amor de Dios y Su perfecta santidad.
Esa es una de las maneras, al menos, en que Dios mira la cruz.

2. La perspectiva de Cristo

También aquí podrían decirse muchas cosas. Pero uno de los grandes temas olvidados sobre lo que significa la cruz para el Hijo es la obediencia del Hijo. Este tema aflora con especial fuerza en la epístola a los Hebreos y en el Evangelio de Juan.

"El encargo más asombroso que el Padre da al Hijo es que vaya a la cruz para redimir a una raza de rebeldes"

Allí aprendemos repetidamente que el Padre envía y el Hijo va; el Padre comisiona y el Hijo obedece. El Hijo siempre hace lo que agrada al Padre (Jn 8:29). El encargo más asombroso que el Padre da al Hijo es que vaya a la cruz para redimir a una raza de rebeldes. Y el Hijo sabe que ese es el encargo que se le ha hecho. Jesús vino, insiste, no «para ser servido, sino para servir, y para dar Su vida en rescate por muchos» (Mr 10:45).

Pero el conocimiento del encargo que había recibido no hizo fácil la obediencia. Afrontó Getsemaní y la cruz con una agonía de intercesión caracterizada por la repetida petición «Pero no sea lo que Yo quiero, sino lo que Tú quieras» (Mr 14:36).

Para Jesús, la cruz no solo fue el medio por el que se sacrificó a Sí mismo, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios (1 P 3:18); también fue el punto culminante de Su obediencia sin reservas a Su Padre celestial (cp. Fil 2:8).

3. La perspectiva de Satanás

Apocalipsis 12 es uno de los capítulos más importantes del Nuevo Testamento para entender la perspectiva del diablo sobre la cruz. Satanás aparece lleno de ira porque ha sido desterrado del cielo y sabe que le queda poco tiempo. No ha podido aplastar a Jesús, así que descarga su furia contra la iglesia. Es el «acusador de [los] hermanos» (v. 10) que quiere al mismo tiempo sacudir sus conciencias y acusar a Dios de impiedad porque Dios acepta a pecadores tan miserables como estos. Pero los creyentes, se nos dice, derrotan a Satanás sobre la base de «la sangre del Cordero» (v. 11), una referencia inequívoca a la cruz.

Esto significa que estos creyentes escapan de las acusaciones de Satanás, ya sea en sus propias mentes y conciencias o ante el tribunal de la justicia de Dios, porque apelan instantáneamente a la cruz. Cantan con plena atención y profunda gratitud las maravillosas palabras del himno clásico «Roca de los siglos, herida por mí», de Augustus Toplady: «Ningún precio traigo a ti, / Mas tu cruz es para mí».

Ante esa apelación, Satanás no tiene réplica. Dios ha conservado Su honor al redimir a una raza rebelde. Podemos liberarnos de la culpa —tanto de la culpa objetiva ante un Dios santo como de la conciencia subjetiva de culpa— no porque nosotros mismos estemos libres de culpa, sino porque Jesús «llevó nuestros pecados en Su cuerpo sobre la cruz, a fin de que muramos al pecado y vivamos a la justicia, porque por Sus heridas [fuimos nosotros] sanados» (1 P 2:24).

Imaginemos la primera Pascua, justo antes del éxodo. El Sr. Pérez y el Sr. González, dos hebreos con nombres notables, discuten los extraordinarios acontecimientos de las semanas y meses anteriores. El Sr. Pérez pregunta al Sr. González: «¿Has rociado con la sangre de un cordero los dos postes de la puerta y el dintel de la entrada de tu casa?».
«Por supuesto», responde el Sr. González. «He seguido exactamente las instrucciones de Moisés».

«Yo también», afirma el Sr. Pérez. «Pero tengo que admitir que estoy muy nervioso. Mi hijo Carlitos es muy valioso para mí. Si, como dice Moisés, el ángel de la muerte pasa por la tierra esta noche, llevándose a todos los primogénitos de la tierra… simplemente no sé qué haré si Carlitos muere».

«Pero ese es el punto. No morirá. Por eso rociaste la sangre del cordero en los postes de la puerta y en el dintel. Moisés dijo que cuando el ángel de la muerte vea la sangre, “pasará de largo” sobre la casa protegida así y el primogénito estará a salvo. ¿Por qué te preocupas?».

«Lo sé, lo sé», tartamudea el Sr. Pérez algo irritado. «Pero tienes que admitir que ha habido algunos acontecimientos muy extraños en estos últimos meses. Algunas de las plagas han afligido solamente a los egipcios, por supuesto, pero algunas de ellas nos han golpeado también a nosotros. Pensar que mi Carlitos podría estar en peligro es terriblemente perturbador».

El Sr. González le responde con poca simpatía: «No entiendo por qué te preocupas. Al fin y al cabo, yo también tengo un hijo y creo que le amo tanto como tú a tu Carlitos. Pero estoy completamente en paz: Dios prometió que el ángel de la muerte pasaría por todas las casas cuya puerta estuviera marcada con sangre de la forma que Él indica, y yo creo en Su palabra».
Aquella noche, el ángel de la muerte pasó por la tierra. ¿Quién perdió a su hijo, el Sr. Pérez o el Sr. González?

La respuesta, por supuesto, es ninguno de los dos. El cumplimiento de la promesa de Dios de que el ángel de la muerte simplemente «pasaría de largo» y no destruiría a sus primogénitos no dependía de la intensidad de la fe de los residentes, sino únicamente de si habían rociado o no con sangre los postes de las puertas y el dintel. En ambos casos, la sangre se derramaba, las casas quedaban marcadas; en ambos casos, el primogénito era salvado.

Lo mismo ocurre con nosotros, los que hemos confiado en Cristo y en Su obra en la cruz a nuestro favor. La promesa de liberación, la seguridad de que somos aceptados por el Dios todopoderoso, no está ligada a la intensidad de nuestra fe, ni a la consistencia de nuestra fe, ni a la pureza de nuestra fe, sino al objeto de nuestra fe.

Cuando nos acercamos a Dios en oración, nuestra súplica no es que hemos sido buenos ese día o que acabamos de venir de una reunión cristiana llena de alabanzas o que nos esforzaremos más, sino que Cristo ha muerto por nosotros. Y contra ese alegato, Satanás no tiene réplica.

Esto es porque la cruz marca la derrota de Satanás y él lo sabe. Eso es lo que la cruz significa para él.

4. La perspectiva del pecado

El pecado no es un ser vivo, por supuesto, así que no podemos suponer que el pecado tenga literalmente una perspectiva. Pero la categoría es útil, aunque sea metafórica, porque nos ayuda a ver lo que la cruz logró con respecto al pecado.

"Cristo vino a pagar una deuda que no tenía, porque nosotros teníamos una deuda que no podíamos pagar"

La Biblia utiliza muchas imágenes diferentes para referirse al pecado. El pecado puede considerarse como una deuda: debo algo que no puedo pagar.

En ese caso, la cruz es el medio por el que se paga la deuda. A veces se lee en las tarjetas de Navidad este poema de dos líneas: «Él vino a pagar una deuda que no tenía, porque nosotros teníamos una deuda que no podíamos pagar». Es exactamente así. Eso es lo que consiguió la cruz.

El pecado también puede considerarse una mancha. En ese caso, la suciedad se elimina con la muerte de Cristo. O el pecado es una ofensa ante Dios. En ese caso, la cruz expía nuestro pecado; lo cancela y, por tanto, lo elimina. Independientemente de las imágenes que se utilicen para describir la suciedad y lo odioso del pecado, la cruz es la solución, la única solución.

5. Nuestra perspectiva

La cruz es el punto culminante de la demostración del amor de Dios por Su pueblo. Es un símbolo de nuestra vergüenza y de nuestra libertad. Es la medida definitiva de cuán grave es nuestra culpa y la seguridad reconfortante de que hemos sido liberados de ella.

En el Nuevo Testamento, la cruz está ligada a muchas de las palabras y conceptos más importantes: justificación, santificación, el don del Espíritu, el amanecer del reino.

Pero en el Nuevo Testamento, la cruz también sirve como norma suprema de nuestro comportamiento. Tal vez sea el apóstol Pedro quien más dramáticamente dibuja este tema en el Nuevo Testamento:

Porque para este propósito han sido llamados, pues también Cristo sufrió por ustedes, dejándoles ejemplo para que sigan Sus pasos, el cual no cometió pecado, ni engaño alguno se halló en Su boca; y quien cuando lo ultrajaban, no respondía ultrajando. Cuando padecía, no amenazaba, sino que se encomendaba a Aquel que juzga con justicia (1 P 2:21-23).

Y, por supuesto, es el punto principal que Pablo plantea a los filipenses. «Haya, pues, en ustedes esta actitud que hubo también en Cristo Jesús» (Fil 2: 5), les escribe, y luego se dirige a la cruz.

Publicado originalmente en The Gospel CoalitionTraducido por Eduardo Fergusson. Nota del editor: Este artículo es un fragmento adaptado del libro de Don Carson Basics for Believers: The Core of Christian Faith and Life [Lo esencial para los creyentes: el núcleo de la fe y la vida cristianas] (Baker, 2018).

Don Carson es el profesor de investigación del Nuevo Testamento de Trinity Evangelical Divinity School en Deerfield, Illinois, y cofundador (junto a Tim Keller) de The Gospel Coalition.

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