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20 años después de la pandemia: Una charla (futura) con mi nieta

Es el año 2040. Idelete es mi primera nieta y tiene trece años de edad. El Señor la salvó cuando apenas cumplía diez años. El amor por la lectura ha dado a mi nieta una agudeza mental y un discernimiento bíblico inusuales. Desde que se convirtió, el Señor le concedió una gran sensibilidad frente a la realidad espiritual.

Ahora Idelet estudia en la escuela de la iglesia. En la clase de Historia Universal, el maestro les habló a los estudiantes sobre la pandemia del año 2020 y quedó cautivada por el tema. Esa misma tarde fue a mi casa porque quería saber más. Estaba admirada por lo que escuchó en la clase y muchas preguntas surgieron en su mente.

Esta es una parte de nuestra conversación:

—Abuelo, ¿cómo fue vivir una pandemia? Hoy en la clase de historia, el profesor nos contaba sobre la pandemia de Covid del 2020.

—¡Es increíble que hayan pasado casi veinte años! —Le respondí—. La pandemia fue una crisis mundial de salud que, a su vez, desató una crisis económica y provocó un caos político y social. Nos atemorizó, especialmente los primeros días, cuando prácticamente paralizó al mundo entero. No se había experimentado algo de esas dimensiones desde el año 1918.

»Al comienzo todo fue incierto porque no se conocía mucho sobre el virus. Sin embargo, circulaba mucha información y algunas teorías se contradecían, lo que acentuaba la sensación de alarma. Los gobiernos establecieron horarios de confinamiento, el uso de mascarillas y guardar una distancia de dos metros entre personas en lugares públicos. A esta última medida se le llamó «Distanciamiento social». Había menos movimiento en las calles y, en ciertos horarios del día, las ciudades parecían pueblos fantasmas.
Idelete escuchaba con atención.

—¿Qué pasó con la iglesia? ¿Cómo se organizaron para tener los servicios?— me preguntó.

—Recuerdo que el domingo 15 de marzo del 2020 celebramos el último servicio antes de suspender los cultos por el Covid 19. Fueron más de dos meses transmitiendo nuestros servicios por internet.

—¡¿Dos meses?!
Idelete quedó perpleja.

—Todos los viernes íbamos con los hermanos de la alabanza y los encargados del sonido para grabar en el santuario los cantos, algunos anuncios y el sermón. Luego William, el hermano que grababa los sermones, editaba el video y lo subía a nuestra página web para transmitirlo el domingo a la hora del servicio. Los hermanos miraban los cultos desde sus casas.

Idelete ahora estaba intrigada. Muchas inquietudes surgían a medida que me escuchaba.

—¿Cómo se sentía eso, abuelo?

La pregunta me estremeció porque me trajo recuerdos.

—¿A qué te refieres?— pregunté con disimulo.

—¿Cómo fue estar distanciado de los hermanos? ¿Qué sentiste al estar todos esos días sin verse, sin adorar juntos, sin salir a comer? ¿Cómo fue no tener servicios de manera presencial en la iglesia?
Suspiré.

—Fueron días tristes, de mucha ansiedad, sumado a la incertidumbre de no saber cuánto tiempo más duraría esa situación. Había una mezcla de temor por el virus y muchas ganas de vernos por tantos domingos sin servicios presenciales… Extrañé mucho estar juntos y tenía una nostalgia fraternal futura que expresé a mi familia en Cristo.

—¿Qué predicaste durante esos domingos?

—Antes de la pandemia estaba predicando una serie de Filipenses. Pero durante las diez semanas de servicio virtual, hice una pausa y prediqué sobre varios temas que contiene Romanos 8: la gloria venidera, la ayuda del Espíritu, la esperanza y el amor eterno que tenemos en Cristo. Sin duda alguna, era necesario recordar las promesas de Romanos en esos días.

—¿Cómo estaban ustedes aquí en casa?

—En general, estábamos tranquilos y solo salíamos cuando era estrictamente necesario. No negaré que al comienzo tenía un cierto temor a salir. Sin embargo, continuamos con nuestras devociones con tu abuela, tu papá y tus tíos, aquí en casa. Algunos hermanos venían a casa y compartían con nosotros, mientras que con otros nos mantuvimos en contacto solo por teléfono. Cada día venía alguien para compartir. Creo que algunos hermanos no vinieron por el temor a abusar de la confianza o pensar que no queríamos recibirlos. Pero era especial disfrutar el compañerismo que la pandemia nos estaba robando, aunque fuera por un momento.

—¿Alguien de la familia enfermó?

—Sí. La abuela y yo fuimos los primeros en contagiarnos y luego tu papá y tus tíos. Para mí fue una experiencia desagradable porque tuve fiebre, dolor de cuerpo y una terrible fatiga por casi diez días. Recuerdo que durante cuatro noches me desperté entre cuatro a cinco veces bañado en sudor y debía cambiarme de ropa. Una noche los niveles de oxígeno descendieron mucho y casi me llevaron al hospital. Esa noche sentí que podía morir. Todos esos días que tuvimos el virus, los registré en mi diario. Si quieres después te lo doy para que lo leas.

—¡Por supuesto que sí, abuelo!

—Por la gracia del Señor, tu papá y tus tíos no tuvieron síntomas fuertes y finalmente nos recuperamos.
Idelet me dio un abrazo profundo y luego preguntó: —¿Cómo volvieron después a los servicios? ¿Cómo fue ese reencuentro después de días tan duros en casa?

—¡Fue glorioso!
Hubo un momento de silencio. Yo hacía memoria de lo precioso que fue volver a reunirnos; mirándonos, cantando y escuchando la Palabra todos juntos. Idelete me miraba con expectación porque quería escuchar los detalles de ese reencuentro.

—El domingo 31 de mayo volvimos, después de diez semanas. A ese primer servicio asistió solo la mitad de los miembros de la iglesia. Habíamos separado las sillas para guardar la distancia y todos usamos mascarillas. La mayoría nos saludamos a la distancia y otros con el codo. Eso era muy difícil para todos. Había una sensación de desconfianza y sospecha, no lo puedo negar. Pero también me inquietaba, porque me preguntaba ¿Cómo saludar con el codo a esos hermanos que no habíamos visto por diez semanas? ¿Cómo no abrazar sin temores ni reservas a quienes Cristo abrazó con Su salvación? ¿Cómo no ofrecer un apretón de manos y un abrazo efusivo a los hermanos con quienes compartimos nuestra vida semana a semana y con quienes estaremos con Cristo en la gloria? Sin embargo, teníamos que ser sabios y prudentes por la situación.
Mi voz se quebró y brotaron algunas lágrimas. Idelete desvió la mirada para darme un momento de privacidad. Luego de unos segundos, me recuperé.
—Pero esa era la situación. Teníamos que aceptar las cosas que estábamos enfrentando. Era la «nueva normalidad».

—¡Sin duda alguna, la pandemia les cambió la vida!

—En un sentido, el virus trajo muchas cosas nuevas y desafiantes.

—¿Qué te enseñó a ti la pandemia?

—Mucho. Pienso que hubo un antes y un después de todo eso. La pandemia nos demostró muchas cosas. Aprendimos a ser más agradecidos con las cosas que tenemos: valorar a la familia, la salud y la seguridad que gozamos y a ser más conscientes de la cercanía de la muerte. Fuimos desafiados a muchas cosas: en lo personal, lo familiar, las finanzas y en las cosas importantes de la vida.
Idelete seguía escuchando.

—Creo que sobre todo, las iglesias sintieron y sufrieron mucho el impacto de la pandemia. La naturaleza de nuestra vocación como cristianos exige un grado de cercanía, confianza e interacción que la pandemia afectó en gran medida. El Covid 19 aparentemente socavó el espíritu de amor, sensibilidad y compasión que debe caracterizar al cuerpo de Cristo. El temor que se instaló para evitar el contagio fue terrible para las iglesias. Algunos hermanos se ausentaron por meses y otros no volvieron más. El grado de desconfianza y sospecha entre hermanos no ayudaba y además las discusiones acerca del distanciamiento, las mascarillas y las vacunas vino a comprometer la armonía y la unidad entre muchos. Había una sensación de angustia e incertidumbre. Era comprensible. Sin dudas, la pandemia fue un evento que cambió nuestras vidas.
El rostro de Idelete mostraba incomodidad por algo que la inquietó.

—Abuelo no quiero sonar crítica e insensible, pero lo que no entiendo es por qué este evento fue lo más importante de sus vidas. Es decir, no quiero minimizar la incertidumbre ni el temor que sintieron, pero no logro entender cómo esta situación pareció el hecho más definitivo de sus vidas. Me impacta que esa pandemia los haya afectado de una manera más profunda que el evangelio.
Allí estaba Idelete. Sus suaves palabras evocaban una combinación de inocencia juvenil y verdad bíblica.

—¿A qué te refieres?— pregunté.

—¿Por qué esperar que venga una pandemia para ser agradecidos? ¿Por qué una crisis nos afecta más que nuestras convicciones cristianas?
Yo seguía escuchando.

—Los cristianos debemos mirar nuestras experiencias a la luz de la Palabra y evitar que las calamidades marquen la dirección que tomarán nuestras vidas. No debemos permitir que lo que nos pasa en este mundo influya más en nosotros que nuestro Dios. Las crisis, las enfermedades y aún la muerte son situaciones que nos marcan y nos afectan, pero no pueden marcarnos y afectarnos más de lo que Cristo ha hecho y nos ha dado.
Hubo silencio.

—¿Lo que pasa en este mundo puede cambiarnos más que lo que pasó en el calvario? ¿Lo que dice una pandemia puede influir en nosotros más que lo que dice la Escritura? ¿No es Dios el Señor de todas las cosas? ¿No dice el profeta Isaías que Dios es quien «forma la luz y crea las tinieblas, / El que causa bienestar y crea calamidades»? (45:6-7), ¿No dice Pablo que «los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que nos ha de ser revelada» (Ro 8:18)? ¿No dijo Jesús que en el mundo tendríamos aflicción, «pero confíen, Yo he vencido al mundo» (Jn 16:33)?
Mi silencio seguía.

—Tú hablas del gran evento de la pandemia, otros hablan del gran evento de sus vidas, el gran evento de esto y de aquello, pero ¿no decimos que el gran evento en la historia fue la muerte y la resurrección de Cristo? ¿Cuánto influyen en nosotros Su muerte y Su resurrección? ¿Cuánto nos consuela Su perdón? ¿Cuánto nos fortalece saber que tenemos la justicia de Cristo, la adopción de hijos y la comunión con el Padre?
Yo seguía escuchando y sentía que mi rostro se sonrojaba.

—¿Será que una enfermedad, la desgracia y la aflicción son las cosas más determinantes en nuestro corazón? ¿Será que nuestra esperanza en el evangelio es tan débil que una aflicción viene a sacudirla y cambiarla por angustia, temor e incertidumbre?
Su tono no era condenatorio, pero la verdad que brotaba de sus labios me confrontaba.

—Parece que el Covid tuvo más poder que Cristo. Parece que lo que el virus les quitó era más importante que lo que Cristo les dio. Parece que la seguridad de la salud superó la seguridad de Cristo y que la paz terrenal era mayor que la paz con Dios. Es como que la vida terrenal es lo único que tenían y que la vida eterna en Cristo parecía superficial y fantasiosa. ¿No es el cielo nuestra esperanza? ¿No dice Pablo que estar con Cristo es mucho mejor y que todas las cosas obran para bien (Ro 8:28)?

Tuve una mezcla de gozo y vergüenza. Fuí reprendido por mi nieta. Seguí guardando silencio y no por una decisión deliberada, sino porque no sabía qué responder. Tenía razón. Era el peso de la verdad.

Fue la primera charla que tuve con Idelet sobre la pandemia.

GERSON MOREY

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